Por una legalidad vital
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Hernando Llano Ángel
La reciente decisión de las Naciones Unidas de reconocer oficialmente las
propiedades medicinales del cannabis es vital. Marca, nada menos, que el
tránsito de la marihuana de planta maldita a droga bendita. Con ello, se
demuestra que la ley, sustentada en estudios científicos, tiene un poder
alquimistico, curativo y vital inimaginable. Quizá mayor que la reciente vacuna
contra el Sars-CoV2 de Biontech y Pfizer. En términos legales, la decisión no
significa la exclusión de la marihuana de la Lista I, de la Convención Única de
Viena de 1961[1].
Continúa allí, pues se argumenta que es "coherente con la ciencia que, si
bien se ha desarrollado un tratamiento derivado del cannabis seguro y eficaz,
el cannabis en sí continúa planteando riesgos importantes para la salud pública
que deben seguir estando controlados en virtud de las convenciones
internacionales de fiscalización de drogas”. Es importante deparar que el verbo
rector empleado por el comunicado de la ONU es controlar, y no prohibir,
así como su énfasis está puesto en la salud pública y no en la “guerra contra
las drogas”.
La clave es regular, no
prohibir
Parecería un asunto semántico, pero en realidad es vital. La prohibición
implica ilegalidad y, con ello, entregar a la criminalidad un mercado de
ganancias ilimitadas, como acontece con la cocaína. El control, por el
contrario, implica regulación a través de la ley. Y, con la regulación estatal,
lo primero que se obtiene es despojar al crimen de su mayor incentivo, las
astronómicas ganancias que se derivan de la ilegalidad. Lo expresó con
pragmatismo y el rigor del sentido común Milton Friedman, premio nobel de
economía en 1976: "si analizamos la guerra contra las drogas desde un
punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el
cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto"[2]. Por ello, al regular el Estado la siembra de
la coca, por ejemplo, comenzaría a recuperar su soberanía efectiva del
territorio, hoy controlado a sangre y fuego por bandas de narcotraficantes y
guerrillas, principales responsables --según la versión presidencial-- de los
innumerables crímenes contra líderes sociales y miembros de la Fuerza Alternativa
Revolucionaria del Común. Además, al controlar el Estado legalmente el cultivo
de la coca, se rompería ese funesto régimen de complicidades criminales entre
miembros de la Fuerza Pública y el narcotráfico, como también su capacidad
deletérea de financiar campañas electorales en apuros –recuérdese proceso 8.000
y la presente ñeñepolítica— para no hablar del entramado inimaginable que ha
tejido con la economía legal, vía lavado de activos, simbiosis con el sector
financiero, contrabando y consumo suntuario. En fin, empezaríamos a romper el
principal eslabón que ata nuestra vida económica, política, social y cultural
con el crimen. Un vínculo que marca con sangre y fuego nuestra historia
contemporánea, rebosante de magnicidios, genocidios y ecocidios, que este
gobierno pretende profundizar en forma estúpida, irresponsable y criminal al
insistir en la fracasada fórmula de la “guerra contra las drogas”, asperjando
con glifosato los cultivos de coca. Una guerra que la Comisión Política de
dogas de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos considera un fracaso
rotundo, sin dejar de reconocer que fue un éxito en la lucha contrainsurgente.
Por lo anterior, su vocera, la directora Shannon O ‘Neil, fue enfática en
recomendar que dicha política “debe ahora ser responsabilidad del Departamento
de Estado de los Estados Unidos, es decir que no estaría ya en manos –según su
recomendación– de las agencias de inteligencia. Así se lograrían desarrollar
políticas integrales donde varias agencias colaborarían”[3].
Recomendación trascendental, pues implicaría abandonar la estrategia
militarista, represora y tanática de la equivocada “guerra contra las drogas”,
y reconducirla al campo político, con sus vitales proyecciones en políticas
integrales como la agraria, con la aplicación real del Plan Nacional Integral
de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), y la prevención de sustancias
estupefacientes en el campo de la salud pública. Es decir, a la implementación
efectiva del 4 punto del Acuerdo de Paz: “Solución al problema de las drogas”.
Sin duda, con este tipo de conclusiones y recomendaciones de la Comisión de
Política de Drogas de la Cámara de los Estados Unidos al nuevo gobierno de
Biden, es probable que se abra una excepcional ventana de oportunidad para
replantearse radicalmente la fracasada y mortífera “guerra contra las drogas”.
Lamentablemente el presidente Duque rechazó dichas conclusiones y continúa
empecinado, predicando como un fanático maniqueo --ciego y sordo ante las
evidencias-- su impotente, vacua y hasta criminal “Paz con legalidad”, ya que
sus resultados son cada vez más letales y con el glifosato podrá disputar el
número de víctimas a la pandemia. Ya va siendo hora de abandonar esa legalidad
tanática frente a las portentosas virtudes alimentarias y medicinales de la
coca[4]
–incluso superiores a la del cannabis-- y acoger la legalidad vital que
recomienda las Naciones Unidas. Pero para ello, es imperioso abandonar esa
sumisión neocolonial frente a la “guerra contra las drogas” y retomar la
cosmovisión de nuestros pueblos ancestrales y su culto a la “Mama Coca”, que
nada tiene que ver con la codicia narcotraficante de la cocaína y la evasión
alienante de sus millones de consumidores.
[2] El Malpensante, (2000, septiembre 16 a
octubre 31) No. 25, pp. 20
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