La verdad política vive y
muere entre razones y pasiones
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Hernando Llano Ángel
Ya lo advertía Albert Camus en su ensayo “El hombre rebelde”, las
pasiones del espíritu son más temibles y mortales que las de la carne. Al fin
de cuentas, estas últimas son fuego fatuo que se consume en el acto o se
extingue lentamente con el paso de los años. En cambio, las del espíritu son
eternas y se perpetúan de generación en generación y, en lugar de extinguirse,
sus fanáticos seguidores cada tanto encienden hogueras donde inmolan los
cuerpos de sus enemigos y herejes. Así acontece desde la noche de los tiempos,
primero con las guerras de religión y en siglos recientes con las guerras
ideológicas. En las primeras, los piadosos y ortodoxos en nombre de su fe y “Dios”,
con la mejor buena conciencia, asesinaban a los herejes y pecadores, como
todavía acontece en otras latitudes. Y, hoy, los buenos y civilizados
demócratas occidentales, aniquilan a los malvados y barbaros terroristas, en
nombre de la civilización, la libertad, la democracia y el Estado de derecho. Además de negarles el ingreso a sus paraísos
terrenales invocando la seguridad nacional. Sin desconocer que algo similar
sucede en sentido contrario: los revolucionarios y patriotas, también aniquilan
a los burgueses apátridas en nombre de la justicia social. Y ahora asistimos a
paradojas inimaginables, porque quien ayer se levantaba en armas contra Somoza,
como Daniel Ortega, hoy las dirige contra sus opositores, llamándolos
“traidores de la Patria”. Pero carece de sentido mirar hacia Nicaragua o
Venezuela, cuando en nuestro suelo padecemos una endemia política de odio e
intolerancia que siembra desde hace más de medio siglo nuestros campos y
ciudades de fosas comunes y convierte nuestros ríos en lechos profundos para
miles de desaparecidos. Y, todo ello, en nombre de pasiones engendradas por el
espíritu, encarnadas en ideas sublimes como Libertad, Justicia, Democracia,
Soberanía, Civilización Cristiana, incluso hasta el Estado de derecho, para
vanamente intentar legitimar lo inadmisible: las torturas, los asesinatos, las
desapariciones y los secuestros. Es toda esa parafernalia terrorífica de
pasiones ideológicas, que en ocasiones portan el uniforme camuflado oficial y
en otras el insurgente, lo que ha quedado al desnudo y sin sustento en el
evento histórico de “Verdades que liberen”[1],
realizado por la Comisión para la búsqueda de la Verdad, la Convivencia y la no
repetición, el pasado miércoles 23 de junio en el Teatro Libre de Bogotá.
Verdades de sangre y pasión
Sin duda, todos los participantes, empezando por las víctimas y los
victimarios, expresaron sus verdades. También los miembros de la Comisión, su
presidente, el padre Francisco de Roux, S.J, la comisionada Martha Ruíz, el presidente
de la JEP, magistrado, Eduardo Cifuentes Muñoz y la directora de la Unidad de
Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, Luz Marina Monzón Cifuentes. Por
eso es imprescindible e imperioso escuchar todas esas verdades, expresadas
desde la pasión y la razón, para que cada colombiano y colombiana tenga una
idea aproximada del sufrimiento y la degradación vivida por víctimas y
victimarios. Pero, sobre todo, para que no permitamos que vuelvan a repetirse
crímenes tan atroces y masivos, que continúan sufriendo miles de colombianos y
colombianas en nombre de ideologías. Empezando por las ideologías oficiales y
su defensa de un Statu Quo criminal e insostenible por su inequidad y
corrupción y, continuando con las ideologías insurgentes e ilegales, empeñadas
en su destrucción, utilizando los mismos o peores métodos, apelando cínicamente
a valores e ideales que niegan con sus prácticas criminales. Porque nada es más reaccionario que ser partidario
de la pena de muerte y de las ejecuciones extrajudiciales, como sucede con los
falsos positivos de la “seguridad democrática” o los supuestos “ajusticiamientos”
guerrilleros; o la práctica sistemática de los vejámenes y torturas a que
fueron sometidos los rehenes y secuestrados por las FARC-EP, así como el trato
brutal, arbitrario y criminal que reciben de la Fuerza Pública los detenidos y
civiles que protestan en las calles. Tales prácticas criminales deslegitiman
por igual al Estado y las guerrillas, pues los brutales e inhumanos medios
utilizados niegan totalmente los supuestos nobles fines perseguidos. En la
realidad, son los medios utilizados los que dignifican los fines políticos.
Cuando se utiliza la violencia para defender la democracia y se despliega el
terror para promover la revolución, ambas se se pervierten y convierten en
matanzas interminables, en crímenes abominables y en genocidios que se
prolongan de generación en generación. La “democracia”, los comete en defensa
de las iniquidades del presente y la “revolución”, invocando un reino
imaginario de justicia social que jamás se podrá alcanzar mediante la
destrucción de lo existente. Mucho menos sacrificando la inocencia infantil y
la esperanza juvenil mediante el reclutamiento para la guerra. Tampoco, como lo
hacen los cínicos gobernantes, llamando héroes de la patria a soldados y
policías que son sacrificados en una lucha fratricida entre pobres para
beneficio de privilegiados indolentes. Todas estas verdades hacen parte de la
política cuando se fusiona con las armas y la violencia, con las razones y las
pasiones, cuando ella se convierte en una empresa bélica al servicio de
mercaderes y mercenarios, que obtienen fabulosas ganancias prologando la guerra
indefinidamente. Ganancias tan legales como fatales a través del derroche de
los escasos recursos públicos en compra de armas[2]
y sofisticados equipos de inteligencia para la Fuerza Pública, en lugar de
destinarlos a la generación de empleo, salud, educación y desarrollo social. Y,
del lado de la insurgencia, recurriendo a prácticas inhumanas y degradantes
como el secuestro sistemático y masivo para el sostenimiento de sus tropas, o
la articulación con economías criminales como el narcotráfico para la
prolongación de la guerra. Tales son las verdades de la política en nuestro
interminable y degradado conflicto armado, que vive y muere entre razones
insostenibles e inexistentes como la de la democracia más antigua y estable de
Latinoamérica y las pasiones heredadas del odio y la revancha entre víctimas y
victimarios que se reproducen generacionalmente y encarnan simultáneamente
ambas condiciones en diferentes momentos históricos. Los que ayer fueron
víctimas de la violencia estatal y luego se convirtieron en rebeldes
implacables en las FARC-EP, hoy son víctimas conversas en el Partido Comunes.
Ya han sido asesinados 272 miembros del partido Comunes[3].
No les ha bastado con reconocer su extravío político y ético y solicitar perdón
ante sus víctimas, pues están siendo asesinados sistemáticamente, como sucedió
ayer con la Unión Patriótica. Y hoy muchas de sus víctimas, con lágrimas en los
ojos como Ingrid y demás comparecientes ante la Comisión de la Verdad, esperan
que ellos, más pronto que tarde, no solo reconozcan racionalmente sus horrendos
crímenes y vejámenes, como ya lo han expresado, sino que también emocionalmente
lloren de vergüenza y expíen sus culpas, más allá de las penas propias que les
imponga la JEP y la Justicia Transicional. Quizá así sea posible el perdón y la
esquiva reconciliación entre víctimas y victimarios, porque en ese mutuo dolor
y duelo se reconocerán como humanos y hermanos colombianos, más allá de la
justicia y del odio de la venganza. La justicia jamás podrá compensar lo
perdido y sufrido por las víctimas y el odio de la venganza no los redimirá de
su condición de víctimas y victimarios. De allí el invaluable papel de la
Comisión de la Verdad, pues ella nos permite a todos en Colombia conocer y
comprender las atrocidades del pasado y las del presente, para que aprendamos a
convivir fraternalmente y superar prejuicios y visiones maniqueas que nos
enfrentan entre “buenos” y “malos”, “paras” contra “mamertos”, “Uribistas”
contra “Petristas”, prolongando odios y supuestas buenas razones para asesinar
y eliminar el contrario porque piensa, siente y se expresa distinto. Como
lucidamente lo expresó García Márquez en su proclama “Por un país al alcance de los
niños”[4]:
“Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas
sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No
porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de
ambos extremos llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo”. Más nos vale reconocer nuestras responsabilidades
y no continuar repitiendo el pasado, empeñados en la búsqueda de chivos
expiatorios para sentirnos moralmente superiores y mejores, exigiendo una
parcializada justicia punitiva que condene unos pocos vencidos y absuelva a
muchos verdugos victoriosos. En lugar de
esa justicia de vencedores, precisamos una transicional basada en la verdad, la
responsabilidad de los victimarios de todos los bandos y la reparación de las
víctimas, para cerrar así el círculo infernal de la violencia y la perpetuación
de más víctimas y victimarios en próximas generaciones.
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