FÚTBOL,
POLÍTICA Y DEMOCRACIA EN COLOMBIA
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“Esta
encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo
inverosímil es la única medida de la realidad”. Gabriel García Márquez.
Hernando Llano
Ángel.
Entre el fútbol, la
política y la democracia hay muchas similitudes y diferencias. Para empezar por
las similitudes, convocan multitudes y suelen generar emociones parecidas.
Desde la felicidad frenética de la victoria hasta la tristeza apabullante de la
derrota. Tienen en común ser espectáculos públicos que nadie puede ignorar, así
los deteste y se refugie en otras actividades. Es imposible escapar de las
consecuencias de la política y menos a las alegrías y desdichas del futbol. De
sus resultados, sus jugadores, victorias, derrotas y trampas todo el mundo
habla y se considera un experto insuperable. Aunque no faltan detractores que
repudian a las tres, en este orden: política, democracia y fútbol, por
considerarlas sucias, violentas y corruptas, pues consideran que de ellas se
lucran y enriquecen muy pocos a costa del fanatismo, la ignorancia y la
ingenuidad de millones de hinchas y electores.
Fútbol
vital Vs Política letal
Pero quizá la mayor
diferencia es que el fútbol, salvo circunstancias excepcionales, es un juego
vitalmente disputado que disfrutan las mayorías, como lo estamos viendo por
estos días en la Eurocopa y la Copa América. Por el contrario, la política
suele ser, especialmente en el ámbito internacional, una disputa criminal donde
mueren millones de personas, la mayoría civiles semejantes a los espectadores
en los estadios, en beneficio de minorías inescrupulosas, que nunca combaten y
menos mueren: la industria bélica y sus cómplices auspiciadores, los jefes de
Estado. Tanto nacional como internacionalmente hoy la política y la democracia
están en retroceso frente al fútbol. Todos los jefes de Estado perderían por
goleada frente a sus respectivas selecciones, si se realizaran sondeos de
opinión. Y no debería ser así, pues tanto la política como la democracia podrían
emular las principales reglas del fútbol y brindar resultados satisfactorios
para todos, incluso para los perdedores, que siempre tienen la oportunidad de
cobrar revancha. Pero lamentablemente no es así. Muchos políticos hacen de la
democracia un juego de suma cero, pues creen que al ganar las elecciones sus
adversarios ya pierden todo, incluso el derecho a jugar como legítimos
opositores y eventualmente a ganar en las próximas elecciones. Así acaban con
la democracia.
Fútbol
y Democracia
Seguramente ello se debe a que el fútbol es un
juego agonal, es decir, que tiene reglas claras y precisas que regulan el juego
y protegen a todos los jugadores de la violencia, la fuerza y las trampas,
conservándoles sus vidas. Sin duda, el fútbol es un juego disputado, la mayoría
de las veces rudo, pero no tolera la violencia ni la trampa para obtener
victorias. Aunque algunas se hayan logrado con la “mano de Dios”, como la de
Maradona frente a Inglaterra. El fútbol es un juego con reglas claras y
resultados inciertos, como reza una conocida definición de la democracia, que
lamentablemente estamos muy lejos de cumplir en Colombia. Ningún entrenador de
fútbol estimula a sus jugadores a golpear al contrario para ganar el partido,
sin importar los medios utilizados, como sí lo hacen algunos líderes políticos,
incluso en nombre de la democracia. Nunca se le ocurriría a un entrenador
tratar a los contrincantes como enemigos del juego que deben ser excluidos de
la cancha o incluso eliminados a punta de patadas. Nunca deslegitima de entrada
al adversario, sin siquiera comenzar el partido, tildándolo de antideportivo o
antidemocrático. Mucho menos los entrenadores se niegan a reconocer los
resultados cuando pierden o animan a tomarse el “Estadio”, como lo promovió
Trump en Washington en el Capitolio y Bolsonaro en el
palacio de Planalto en Brasilia. En una palabra, tanto el fútbol como la
democracia no toleran ni aceptan la violencia, ni la trampa como medios
legítimos para competir, pues desde el momento en que irrumpen en el campo de
juego o en la vida pública, ponen en riesgo la vida de todos los jugadores y de
los mismos espectadores. Es decir, dejan de existir en tanto fútbol y
democracia, para convertirse en juegos mortales, donde todos estamos en riesgo.
Empezando, obviamente, por los mejores jugadores y la integridad de sus
compañeros de equipo o partido político.
Magnicidios
Políticos
En el caso de la
democracia, el asunto es letal e irreversible, pues los partidos se convierten
en facciones criminales, algo que afortunadamente no puede suceder en una
cancha de fútbol, sin que por ello los equipos estén a salvo de ser tomados por
manos criminales, como pasa con frecuencia con los partidos políticos. Siguiendo
con el símil de la realidad política nacional, varios de sus más destacados
protagonistas fueron eliminados violentamente en el campo de juego por miedo al
triunfo de sus partidos y las posibilidades de ser algún día campeones
nacionales. Durante el siglo XX fueron asesinados en el campo de juego político
siete candidatos presidenciales: Rafael Uribe Uribe (1914), Jorge Eliecer
Gaitán (1948), Jaime Pardo Leal (1987), Luis Carlos Galán Sarmiento (1989),
Bernardo Jaramillo Ossa (1990), Carlos Pizarro Leongómez (1990) y Álvaro Gómez
Hurtado (1995). Difícil sostener con semejante estela de magnicidios que tengamos
un campo de juego democrático, cuyas reglas protegen a todos los jugadores,
incluso a los espectadores y partidarios de los partidos de oposición, en todas
las elecciones. Es una contradicción en los términos y, más grave aún una falta
de integridad con la misma vida y los hechos, afirmar que la democracia es
compatible con la violencia política y que somos la democracia que cuenta con
las instituciones más estables y consolidadas de Latinoamérica, solo por el
hecho de realizar ininterrumpidamente elecciones desde 1957. Elecciones que,
entre otras cosas, casi nada tuvieron de competitivas y menos de libres, celebradas
bajo estado de sitio, casi durante los 16 años del Frente Nacional y que
escamotearon en 1970 el triunfo de la ANAPO y su candidato, Gustavo Rojas
Pinilla, porque no era de los dos partidos históricos, liberal y conservador. Partidos
que ganaban sucesivamente el campeonato nacional y se repartían miti-miti la
copa del Estado, sin contrincante alternativo en el campo de juego. Luego, en
la década de los 80, los seguidores de otros partidos, como la Unión
Patriótica, fueron mortalmente aniquilados en el campo de juego. Dichas
instituciones y elecciones democráticas no les brindaron garantías para
competir, solo para morir, por eso el Estado colombiano fue condenado por la
Corte Interamericana de Derechos Humanos[1]. Incluso, la primera
elección presidencial de la década de 1990 fue postulada desde el Cementerio Central
de Bogotá y la ganó, obviamente, César Gaviria, porque milagrosamente escapó al
criminal atentado de Pablo Escobar que dinamitó el avión en el que viajaría a
Cali en campaña electoral. Y, para terminar, una pregunta inevitable ¿Cómo
entender o interpretar las siguientes cifras de víctimas mortales del conflicto
armado interno, presentadas por la Comisión de la Verdad[2] en su informe final, sin
ser complacientes con la ignominia y la impunidad en nombre de la “democracia”?
“Homicidios
Número de víctimas:
450.664 personas perdieron la vida a causa del conflicto armado entre
1985 y 2018 Si se tiene en cuenta el subregistro, la estimación del universo de
homicidios puede llegar a 800.000 víctimas.
La década con más víctimas: entre 1995 y 2004, se registró el 45 %
de las víctimas (202.293 víctimas).
Principales responsables de homicidios:
Grupos paramilitares: 205.028 víctimas (45 %),Grupos guerrilleros: 122.813
víctimas (27 %).Del porcentaje de guerrillas, el 21 % corresponde a las FARC-EP
(96.952 víctimas), el 4 % al ELN (17.725 víctimas) y el 2 % a otras guerrillas
(8.496 víctimas). Agentes estatales: 56.094 víctimas (12 %)1.
Desaparición forzada
Número de víctimas:
121.768 personas fueron desaparecidas forzadamente en el marco del
conflicto armado, en el periodo entre 1985 y 2016.Si se tiene en cuenta el
subregistro, la estimación del universo de desaparición forzada puede llegar a
210.000 víctimas.
Principales responsables de desapariciones forzadas:
Grupos paramilitares, con 63.029 víctimas (el 52 %). FARC-EP
con 29.410 víctimas (el 24 %). Múltiples responsables con 10.448
víctimas (el 9 %), Agentes estatales 9.359 víctimas (8 %)
Secuestro
Número de víctimas:
50.770 fueron víctimas de secuestro y toma de rehenes en el marco del
conflicto armado entre 1990 y 2018. Si se calcula el subregistro
potencial, se estima que el universo de víctimas de secuestro podría ser de
80.000 víctimas. Década con más víctimas: entre 1995 a 2004 hubo
38.926 víctimas (77 % del total de secuestros) y solo entre 2002 y 2003 fueron
11.643 víctimas (23 % del total).
Los principales responsables en el secuestro fueron:
Las FARC-EP: 20.223 víctimas (40 %). Los grupos paramilitares con el
24 % (9.538 víctimas). El ELN con 19 % (9.538). También los secuestros
fueron llevados a cabo en un número considerable por otros grupos (9 %)”.
Semejantes cifras convierten nuestra realidad
política en un campo anegado de sangre y víctimas, sembrado de fosas comunes,
la mayoría ocultas por la impunidad. Cifras superiores a las víctimas de todas
las dictaduras del Cono Sur. Todo lo contrario de un campo político
democrático, que posibilita a través de elecciones libres, legales y
competitivas contar cabezas en lugar de cortarlas, según la definición mínima
de James Bryce e impide, mediante la justicia y el Estado de derecho, la
perpetuación de víctimas irredentas y de victimarios impunes por razones
políticas. En nuestro caso, tenemos, pues, una “democracia inverosímil” que permite
cortar cabezas sin poder contarlas, pues según la historia oficial y una
pléyade de ilustres historiadores y académicos somos un caso excepcional de
orden político al lograr integrar con éxito violencia, elecciones y estabilidad
institucional, sin incurrir en dictaduras –solo una en el siglo XX, 1953, que
el ilustre patricio liberal Darío Echandía denominó “golpe de opinión”, ya que fue
incruenta y promovida por civiles-- o populismos caudillistas, como el de Rojas
Pinilla, debido al incorruptible y admirado presidente Carlos Lleras Restrepo[3]
que conservó incólume el Estado de derecho y la democracia liberal burlando la
voluntad ciudadana, pues el turno presidencial correspondía a Misael Pastrana
Borrero, en nombre del partido conservador, según lo establecido en la fórmula
del Frente Nacional: “un traje a la medida” del Establecimiento y contrario al
espíritu democrático de reglas ciertas y resultados inciertos. Al no reconocer
Lleras Restrepo el triunfo electoral de Rojas Pinilla, surgió el oxímoron del
M-19 y su lema “Con el pueblo, con las
armas al poder”. Un oxímoron que rectificaron con la dejación de las
armas y le costó la vida a su máximo comandante, Carlos Pizarro, honrando su
compromiso y palabra con el juego político al dejar atrás la guerra. Cruel
ironía, en la guerra conservó su vida y en la política la perdió, una muestra
de “civilidad democrática”. En parte por eso Gustavo Petro como presidente de
la República insiste obsesivamente en la paz total. Sabe bien que la paz política
es el derecho a la democracia y también su presupuesto existencial, pues sin
ella continuará aumentando el número de asesinatos de miembros del partido
Comunes, así como el control territorial de la población rural por parte de
numerosos actores ilegales que persisten en la equivocación fatal de diezmar a
las comunidades de miles de líderes sociales y defensores de derechos humanos,
supuestamente en nombre de una democracia con justicia social. Con ello
demuestran cada día que nada tienen de revolucionarios, pues actúan como
mercaderes de economías ilícitas y mercenarios de guerra. El anterior panorama,
violenta y dolorosamente antidemocrático, contrasta con el desempeño de nuestra
selección Colombia en la copa América de la cual los políticos deberían
aprender su principal virtud: solo se triunfa cuando se juega en equipo, con
espíritu colectivo, sin personalismos, con juego limpio y sin “jugaditas”
tramposas contra los adversarios, reconociendo su integridad y dignidad. Tanto
la democracia como el fútbol presuponen reglas claras y resultados inciertos,
con árbitros justos y Estados de derecho. De lo contrario, dejan de tener
sentido como disputas vitales y degeneran en espectáculos mortales donde todos corremos
el riesgo de perder la vida, la libertad y la heredad, sin las cuales no valen
la pena ni el fútbol y menos la democracia.
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