El precio de la verdad
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Hernando Llano Ángel
Desde luego que la verdad, aquella que expresa el
sentido de toda vida humana, es invaluable, no tiene precio. Solo quienes
reducen el valor de la vida humana al dinero, incurren en la desfachatez de
fijarle un precio monetario, como lamentablemente sucedió con la directiva 029[1]
de 2005 del Ministerio de defensa que desembocó en los “falsos positivos[2]”.
La verdad es un valor y no cotiza en la bolsa de los mercaderes y menos se
subestima o menosprecia en políticas públicas, así sea bajo el sofisma letal de
la “seguridad democrática”. Es cierto que no podemos vivir solo a punta de
verdades, de cualquier orden que ellas sean: religiosas, ideológicas, políticas
y hasta económicas. Pero también lo es que una sociedad sin verdades no puede
vivir. Por eso quienes se empeñan en cuestionar y desacreditar el riguroso y
honesto trabajo que ha venido desarrollando la Comisión para el Esclarecimiento
de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición[3],
como lo hacen la revista Semana[4]
y el expresidente Uribe Vélez, presentando su presupuesto de funcionamiento
como un gasto escandaloso e innecesario, lo que están revelando es su desprecio
por la verdad más vital y fundamental en todas las sociedades. A saber, que la
vida humana, su dignidad y libertad son inalienables, invaluables, no tienen
precio. Su valor es sagrado. No puede someterse al chantaje de los secuestros,
como lo hizo masivamente las FARC[5],
menos sacrificarse en nombre de la seguridad o la propiedad privada, como
sucedió durante las dos administraciones de Uribe. De allí que el artículo 11
de nuestra Constitución Política establezca: “El derecho a la vida es
inviolable. No habrá pena de muerte”. Y es esa verdad la que trata de
esclarecer y restablecer la Comisión de la Verdad, por eso su nombre. Porque
sin el esclarecimiento de las circunstancias, los contextos, las motivaciones,
los intereses y las responsabilidades de los principales actores --tanto insurgentes,
narcoparamilitares, Jefes de Estado, agentes institucionales y civiles-- que
cegaron la vida de cientos de miles de colombianos, que los desaparecieron,
secuestraron, desarraigaron, torturaron y vejaron, difícilmente podremos
convivir decentemente, mirándonos a los ojos como miembros de una Nación. Continuaremos
siendo esa “federación de odios”, de la que hablaba el entonces presidente
Belisario Betancur, que sin éxito intentó desarticular y que hoy muchos
intentan prolongar indefinidamente a través de la guerra con lemas
presidenciales tan letales como “Paz con legalidad”, incapaz de detener la
vorágine de masacres[6],
desapariciones[7],
confinamientos rurales[8]
y desplazamientos forzados[9].
Esclarecer para no repetir
Sin esclarecer las verdades que han dejado hasta
la fecha más de 9 millones de víctimas[10],
mucho menos podremos evitar que tanta ignominia y deshumanización se siga
repitiendo, como hoy está sucediendo en Arauca y en Cali, con el reciente
criminal, abominable y condenable atentado del ELN contra miembros del ESMAD.
Por todo lo anterior es casi inverosímil que todavía se persista en la guerra
como la vía para alcanzar la paz, todo ello sustentado en mentiras a la derecha
y la izquierda, que condenan a la muerte, el desplazamiento, el desarraigo y la
espiral infinita de venganzas y cuentas de cobro impagables e irreparables,
como el reciente atentado del ELN o en el pasado los mal llamados “falsos
positivos”, que deslegitiman y degradan tanto a guerrilleros, al Estado como a
miembros de la Fuerza Pública. Y los principales responsables de semejante
insensatez ética, error político y horror militar todavía proclaman que solo a
través de la guerra se alcanzará una paz estable y duradera. Que solo a través
de las acciones de los “héroes de la patria”, cientos de militares y policías convertidos
en carne de cañón[11]
por órdenes de mandatarios que nunca prestaron servicio militar y también de
los catapultados como héroes de la revolución por sus acciones desalmadas
contra civiles y miembros de la Fuerza Pública
--como los secuestros comandados entonces por el “Mono Jojoy” y hoy los
atentados del ELN— nos repiten en coro,
en víspera de elecciones, que solo transitando por esa vía sangrienta algún día
alcanzaremos la paz en forma estable y duradera. Una paz que no es otra que la
de los cementerios con honores militares o la de las fosas comunes y
desaparecidos en los lechos de los ríos. Es por todo lo anterior que “la verdad
es la primera baja en toda guerra”, porque solo negando la humanidad y dignidad
del contrario, convertido en un abominable y terrible enemigo que hay que
eliminar –“la culebra todavía está
viva”, sigue repitiendo Uribe desde sus bucólicas haciendas o “un policía
muerto, es un violador menos”, según consignas airadas pintadas en paredes
durante el paro del 2021— de las que se hacen eco miles de sus seguidores,
convencidos de una supuesta superioridad moral de “ciudadanos de bien” o de
“rebeldes justicieros”, es que nos encontramos de nuevo extraviados en este
laberinto de violencias políticas y sociales. Reconocer esa terrible verdad que
nos continúa matando y al mismo tiempo repudiarla debería ser el acuerdo
fundamental para que este 2022 fuera el año histórico del comienzo de la
reconciliación política nacional. Y ello comienza por negarle legitimidad
política en forma absoluta y multitudinaria a todo acto de violencia, sea en
defensa del statu quo o en la búsqueda de su cambio radical y definitivo, y no
dar apoyo en las urnas a los cruzados que nos llaman de nuevo a profundizar
supuestas políticas de “seguridad ciudadana” o dar el salto al vacío a un
ajuste de cuentas con el pasado y empezar casi de cero a construir una sociedad
más justa y fraterna. Porque no es la hora del miedo al pueblo y tampoco de la
revancha popular. Es la hora de los compromisos políticos y acuerdos ciudadanos
que permitan avanzar hacia un horizonte político democrático con justicia
social, que demanda para ello concertación y concesiones mutuas que se
traduzcan en más derechos y menos privilegios. Porque nada puede tener
consecuencias más fatales y criminales en nuestro futuro inmediato que hacernos
eco de la campaña que ya empiezan en Chile los privilegiados de siempre para
bloquear y sabotear todo intento de reformas sociales urgentes y justas,
invocando para ello un supuesto fantasma socialistas y hasta comunista que
daría al traste con el desarrollo económico hasta ahora alcanzado. Un
desarrollo económico que fue tan injusto e inequitativo en Chile que culminó en
el estallido social de 2019[12]
y catalizó precisamente el cambio democrático que se vive actualmente en el
seno de la Convención Constituyente y con el triunfo de Gabriel Boric Font como
presidente. Según estudios de World Inequatility Report 2022[13],
comentados por el profesor Javier Mejía Cubillos, “mientras en Colombia el 1%
más rico de la población posee el 33,2% de la riqueza total del país, en Chile
y Brasil esta cifra se acerca al 50%”, lo cual deja sin argumentos a quienes se
oponen allá como en Colombia a la urgencia de reformas sociales que conduzcan a
mayor crecimiento económico con justicia social, lo que no es comunismo, ni
socialismo. Todo parece indicar que en Latinoamérica ha llegado la hora de
avanzar hacia la reconciliación política teniendo como fundamentos la verdad y
la equidad de la justicia social –principios democráticos-- que son por
excelencia las formas de reparación y no repetición de los millones de víctimas
que apenas subsisten en nuestras sociedades y cuyo verdadero nombre es
Democracia con mercado social y no la cacocracia[14]
capitalista que predomina entre nosotros y nuestros vecinos más próximos:
Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú y Brasil.
[1]http://justiciaporcolombia.org/sites/justiciaporcolombia.org/files/u2/DIRECTIVA_MINISTERIAL_COLOMBIA.pdf
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