DE PODERES E INSTITUCIONES
PANDÉMICAS
Hernando Llano Ángel
La
reciente declaración del Arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, referida a
la incapacidad del actual gobierno de contener el asesinato de líderes sociales
y desmovilizados de las FARC, tildándola como una “una venganza genocida”
contra el Acuerdo de Paz, ha suscitado gran controversia. Más allá de la
descalificación del Nuncio Apostólico, señalando que no cabe la expresión de
genocidio, puesto que “tiene en el Derecho Internacional un significado preciso
que "no permite sea usado a la ligera", hay que reconocer que al
Arzobispo Monsalve le asiste toda la razón jurídica y la verdad vital.
¿Un Nuncio estalinista?
La
razón jurídica, puesto que lamentablemente el Nuncio Apostólico en su
comunicado se apoya en la Convención de la ONU de 1948 que, bajo la presión de
la Unión Soviética estalinista, excluyó del genocidio las matanzas cometidas
por motivos “políticos y de otra clase”, para circunscribirlo exclusivamente a
los crímenes «cometidos con la intención de destruir, totalmente o en parte, a
un grupo nacional, étnico, racial o religioso» pero no «político o de otro
tipo», como se decía en la resolución de 1946”. Por ello, los estudiosos e
investigadores posteriores sobre el carácter del genocidio han ampliado dicha
definición a las matanzas cometidas por motivos de orden político, ideológico y
económico[1], perpetradas por algún
Estado, grupos políticos u organizaciones de diversa índole. Entre estas, caben
lamentablemente las cometidas contra líderes sociales, excombatientes de la
Farc y comunidades indígenas y negras, que hoy tienen una dimensión pandémica.
La verdad vital e
histórica
También
le asiste al Arzobispo Monsalve la verdad vital, no solo por condenar el
elevado número de líderes y desmovilizados de las Farc asesinados, cuya cifra
imposible de precisar[2] revela una contabilidad
macabra más grave y aguda que la del Covid-19, ya que los líderes son víctimas
de organizaciones criminales y de autores intelectuales que el Gobierno debería
identificar y desmantelar, si realmente actuará como un auténtico Estado de
Derecho. Que las cifras de asesinatos de líderes sociales oscilen entre 37, según
el gobierno, o 100 según Indepaz, demuestra la incompetencia fatal del actual gobierno frente
a la implementación del Acuerdo de Paz. Cifra de víctimas que al aumentar día
tras día, como las que cobra el Covid-19, podemos decir que estamos frente a un
poder y unas instituciones pandémicas, ensañadas históricamente contra los líderes
del pueblo y sus miembros más excluidos y explotados: indígenas, campesinos y
comunidades negras. La escabrosa cifra oficial de 118 investigaciones en curso
contra miembros del Ejército por abuso y violencia sexual contra menores de
edad[3], es otra insignia de
ignominia que se suma a la de los “falsos positivos”, perpetuando así un patrón
histórico victimizante entre civiles y militares responsables de ese tanático
funcionamiento de nuestras instituciones. Un patrón institucional que, salvo
contadas excepciones coyunturales, puede válidamente llamarse tanático, pues en
lugar de promover las libertades públicas y proteger los derechos humanos,
recorta las primeras y no impide la violación generalizada de los segundos.
Valga como ejemplo el consuetudinario y casi permanente estado de sitio, bajo
cuyas arbitrariedades cívico-militares fuimos gobernados durante la segunda
mitad del siglo pasado. Y ni hablar de lo acontecido después de la Constitución
del 91, pues si bien dejó de existir constitucionalmente el estado de sitio,
en la realidad se instauró de facto un
Estado permanente de impunidad y un régimen político sincrético. Un régimen
político cuya matriz dinamizadora es la tenebrosa alianza de la política con el
crimen, que alcanza sus más claras expresiones en el poder presidencial bajo
coyunturas como el proceso 8.000, la narcoparapolítica y hoy, con su más
reciente y exitosa mutación, la ñeñepolítica, camuflada y soterrada bajo el
coronavirus, pues éste cotidianamente causa más víctimas que las generadas por
la pandemia institucional que nos gobierna.
La República agónica
Al
parecer en unos meses dispondremos de las vacunas y los antídotos contra el
coronavirus. Entonces tendremos que afrontar como ciudadanía el mayor desafío
de nuestra generación, derrotar la
pandemia del poder y las instituciones tanáticas que nos han diezmado y
degradado históricamente. Esto solo será posible si rechazamos categórica y
mayoritariamente todos los candidatos y partidos que ocultan sus relaciones con
el crimen y la ilegalidad, bajo pretextos o coartadas como la defensa de las
instituciones y la “democracia” contra el “castrochavismo” o la instauración de
un supuesto Estado popular y benefactor que repartirá justicia sin dificultades
y nuestro compromiso ciudadano con la generación de riqueza y equidad. Y este
es un desafío mucho mayor que derrotar el coronavirus, pues para superarlo no
contaremos con vacuna ni salvadores providenciales, más allá de nuestra
responsabilidad ciudadana y colectiva para recobrar el sentido de la política,
la salud y la vida de una República que hoy se encuentra agónica, asediada por
la impostura y mentira que la gobiernan. Una tarea que sin duda demandará el
esfuerzo de muchas generaciones y no admite líderes demagógicos y populistas o
tecnócratas asépticos e iluminados, pues lo que requiere es el surgimiento de
nuevos liderazgos políticos, sociales y empresariales. Mucho menos precisa de
electores devotos y fanáticos, imbuidos de fe que repudian la política o, más
grave aún, de masas desesperadas en las subastas electorales, dispuestas a
enajenar su conciencia a cambio de pocos pesos y precarios subsidios para
continuar viviendo miserablemente.
Emplazados por la Verdad y
la Reconciliación
Lo
que más requerimos ahora, junto a las nuevas generaciones, es poder recobrar una memoria lucida que nos devele
muchas verdades y al mismo tiempo nos revele un horizonte donde sea posible la
reconciliación y la equidad. Y para ello
contamos con instituciones como la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción
Especial de Paz (JEP). A la primera deberían concurrir, como ya lo han venido
haciendo algunos funcionarios públicos, junto a excomandantes de la guerrilla y
grupos paramilitares, todos los expresidentes y máximos responsables de políticas
públicas, para que nos podamos formarnos un juicio objetivo sobre sus
decisiones y actuaciones. Solo así podremos empezar a superar el maniqueísmo
polarizante que nos divide falsamente entre buenos y malos colombianos, enfrentados
a muerte en el campo minado de un pasado y un presente que nos avergüenza a
todos. Solo conociendo todas las verdades, desde la de los victimarios y
ofensores, pasando por la de los testigos hasta la de las víctimas y ofendidos,
podremos algún día liberarnos del odio y la venganza que perpetúan generacional
e indefinidamente este conflicto degradado y la iniquidad de su violencia. De
allí que precisemos de una justicia más allá de la condena o la absolución,
pues en un conflicto armado tan prolongado y desgarrador como el nuestro, más
que inocentes impolutos o culpables o absolutos, lo que existen son diversos
grados de responsabilidad, según los cargos desempeñados, las órdenes
impartidas y las acciones ejecutadas por sus protagonistas y seguidores Se
necesita una justicia de verdades, responsabilidades y reparaciones, que es
precisamente la misión encomendada a la JEP. De las verdades de guerrilleros y
miembros de la Fuerza Pública para que asuman plenamente sus responsabilidades,
sin justificaciones e inadmisibles legitimidades. Pero también las verdades y
responsabilidades de sus terceros, auxiliadores y simpatizantes civiles. Quizás
así podremos empezar un lento y prolongado proceso de reconciliación política
nacional, que nos permitirá día a día construir una sociedad donde ya no habrá
más lugar para odios mortales entre “buenos y malos” ciudadanos o “demócratas y
terroristas”, como tampoco discriminaciones sociales fundadas en clases;
abolengos familiares con cuestionados pergaminos; colores de piel o creencias
religiosas fundamentalistas que condenen al infierno del desprecio y el
maltrato a las identidades diversas y plurales, inherentes a nuestra compleja
condición humana.
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