¿Apocalypse
Now?
Hernando Llano
Ángel
Bajo la amenaza del coronavirus, científicamente
identificado como SARS-CoV-2, parece que los cuatro potros y jinetes del
Apocalipsis galopan desbocados sobre la humanidad: la violencia (guerra), el
hambre (inequidad), la peste (coronavirus) y la muerte (iniquidad). Más allá de
las múltiples y contradictorias interpretaciones sobre el significado de
los jinetes y los potros, todas coinciden en el destino fatal e irremediable
que el libro bíblico predice para gran parte de la humanidad[1].
De allí que el adjetivo apocalíptico sea hoy tan utilizado. Pero ante tan
ineluctable pesimismo hay buenas noticias, al menos contra la peste y muerte
del coronavirus, pues ya varias compañías farmacéuticas están probando con
éxito una vacuna. Así lo informa el consorcio formado por la estadounidense
Pfizer y la alemana Biontech[2].
También en China se avanza con buenos resultados en la prueba de la vacuna en
personal de su ejército[3].
Aunque la OMS es cauta sobre su pronta aparición en el mercado y su inminente
aplicación para prevenir la rápida propagación del coronavirus[4],
todo parece indicar que a principios del 2021 ello puede suceder. Quizá no
tanto para contener la pandemia, como para impedir que la economía mundial
colapse y la recesión y el hambre causen más víctimas mortales que el mismo
SARS-CoV-2. Pero mientras ello acontece en otras latitudes, en nuestro terruño
los jinetes del apocalipsis galopan desde hace siglos en forma devastadora e
incontenible. Como sucede con el coronavirus, los jinetes no afectan y
aniquilan por igual a toda la población. Su violencia, inequidad, pestilencia y
mortandad se empecina contra ciertas poblaciones, mientras otras apenas son
afectadas y una selecta minoría permanece inmune, gracias a sus recursos de
poder y riqueza. Nada más distante de la realidad que afirmar cínicamente que
el coronavirus nos afecta a todos por igual.
La pandemia del colonialismo europeo
La verdad es que el coronavirus se ensaña contra
aquellas poblaciones sobre las cuales, desde muchos siglos atrás, la pandemia
del colonialismo ha descargado violenta o sutilmente toda su carga
“civilizadora”. La expoliación y el genocidio de los conquistadores contra los
pueblos indígenas; la crueldad y criminalidad del mercantilismo esclavista
contra la población negra; el nacionalismo y la xenofobia contra los
inmigrantes y las minorías y en nuestros días la monstruosa violencia machista
contra niñas[5] y
mujeres[6].
A tal punto que en nuestro país desde el 23 de marzo hasta el 24 de julio,
según Medicina Legal, se han perpetrado 167 feminicidios, siendo el Valle del
Cauca con 21 el departamento con mayor número. Semejantes violencias
directas, estructurales y culturales, vienen acumulándose desde hace más de
quinientos años contra los pueblos aborígenes de América, cuando los cultos
europeos no solo los diezmaron a punta de espada y cruz, sino también con sus
enfermedades endémicas y el despojo violento de sus riquezas, además de
intentar vanamente convertirlos a la idolatría de sus divinidades paganas: el
mercado y la codicia, hoy bajo los embates del invisible y hasta ahora
invencible coronavirus. Contra todo ello, continúan resistiendo las comunidades
campesinas e indígenas, pero muchas de ellas están a punto de desaparecer por
la acción combinada del coronavirus, la violencia de grupos armados ilegales y
hasta la agresión criminal, amparada y camuflada en uniformes de miembros de la
Fuerza Pública.
¿Un Ejército
protector o exterminador?
La pregunta no es
retórica y va mucho más allá del cruce airado de mensajes entre el expresidente
Ernesto Samper y el Comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro[7].
Dicho cruce revela no solo el problema de fondo de la formación ética de la
tropa, sino sus imaginarios y concepciones sobre la población indígena y
campesina, estimulada por la doctrina contrainsurgente de la guerra fría, que
siempre la estigmatizó como auxiliadora y cómplice de la guerrilla y la
subversión. De allí, la expresión de “quitarle el agua al pez”[8],
que parece tener hoy continuación en la estrategia de la “guerra contra las
drogas” y la presencia inconsulta e inconstitucional del contingente de
soldados norteamericanos para asesorar al Ejército colombiano en ese
apocalipsis interminable. Por eso en nuestros campos vuelven los
enfrentamientos mortales entre miembros del ejército y campesinos cocaleros,
que inmediatamente son condenados como cómplices y auxiliadores del
narcotráfico y la guerrilla, siendo así doble y hasta triplemente victimizados.
También vuelven las mutilaciones y muertes de soldados y policías por las minas
antipersona. En ese campo de operaciones bélicas los campesinos son convertidos
de facto en “objetivos militares” y no en sujetos de políticas sociales,
despojándolos de su condición de ciudadanos y ciudadanas, criminalizándolos y
condenándolos a toda suerte de violencias, entre las cuales son frecuentes las
violaciones y las agresiones sexuales. Así las cosas, la mayor responsabilidad
de ese ejercicio institucional y profesional de la violencia es de los
mandatarios civiles, presidentes y ministros de defensas, que históricamente
siempre se han lavado las manos, realizando operaciones periódicas de
depuración y cirugías estéticas en el cuerpo institucional de la Fuerza
Pública, cuando ya no pueden ocultar más los cuerpos de las víctimas y estos
aparecen en fosas comunes. Basta recordar el apocalipsis de los “falsos
positivos”, cuyo número es tan elevado que, según el informe “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por
agentes del Estado”, que la Fiscalía General le entregó a la
JEP en agosto de 2018, ascienden a 2.248, pero se estima que la cifra podría
llegar a 10.000 casos. Y todo ello, fue consecuencia de la aplicación de la
Directiva 029 de 2005[9],
en desarrollo de la denominada “seguridad democrática”, cuyos máximos
responsables políticos son el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el exministro
de defensa Camilo Ospina, quienes todavía no han tenido el decoro ético de
concurrir a la Comisión de la Verdad a presentar sus versiones sobre lo
acontecido. Menos ante la JEP, considerada por ellos una “justicia de
impunidad” por ser resultado del Acuerdo de Paz con las Farc sobre un conflicto armado que aún no reconocen, pero que hasta la fecha es reputada como una institución valida de justicia transicional y restaurativa
por la Corte Penal Internacional, las Naciones Unidas y la Unión Europea, que la respaldan y defienden en todos los foros internacionales.
La ineludible
presión
Ahora lo único
que parece estar cambiando es que ante las documentadas denuncias e informes de
periodistas valientes y críticos sobre los desmanes de miembros de la Fuerza
Pública, la fiscalización internacional y los pronunciamientos de algunos
demócratas del Congreso norteamericano, el ministro de defensa, Carlos Holmes
Trujillo y el Comandante Zapateiro, no han tenido otra opción que “depurar las
filas de elementos indeseables”, denominando esa tardía y contemporizadora
acción “bastón de mando”, aunque más parezca un bastión de impunidad[10].
A propósito, han sido retirados 31 militares por actos de violencia sexual,
pero aún continúan en las filas 71 que son investigados. La pregunta obvia es
¿Cuándo el Ejército y la Fuerza Pública retomarán su función constitucional y
legal de instituciones protectoras y dejarán de ser exterminadoras, como ha
sucedido con tanta frecuencia, contra la población campesina, indígena, negra y
citadina informal que más precisa de su legitimidad, fuerza y derecho?
Y la respuesta
obvia es: cuando dejemos de tolerarlo, justificarlo y hasta legitimarlo, superando
nuestra indolencia cómplice frente a la iniquidad del racismo, la exclusión
clasista y la violencia machista, protestando públicamente contra dichas
aberraciones indignantes.
Pero, sobre todo,
cuando dejemos de elegir gobernantes y congresistas que tras una frondosa y
falsa retórica democrática perpetúan impunemente esa simbiosis entre el crimen
y la política. Una simbiosis tanática que viene desde la noche de los tiempos,
pero que tiene hitos muy reveladores, como la llamada “policía chulavita”, el
famoso “golpe de opinión” de Rojas Pinilla, la renuncia forzada del general
Alberto Ruíz Novoa, exigida por el entonces presidente Guillermo León Valencia,
el sangriento apocalipsis del Palacio de Justicia, hasta las metamorfosis del
paramilitarismo, el “Plan Colombia”, la leyenda heroica del Plan Patriota y la
Operación Orión, entre muchas otras. Pero esos hitos de nuestro
apocalipsis institucional precisan otras entregas para no abusar del tiempo y
la generosidad de todos, así nos encontremos en cuarentenas indefinidas.
[2] https://cnnespanol.cnn.com/video/pfizer-biontech-vacuna-covid-19-coronavirus-pruebas-desarrollo-participantes-requena-panorama-cnnee/
[3] https://www.portafolio.co/tendencias/noticias-coronavirus-china-ya-autorizo-el-uso-de-vacuna-contra-el-coronavirus-542188
[4]https://www.dw.com/es/oms-advierte-que-ninguna-vacuna-contra-el-covid-19-est%C3%A1-suficientemente-avanzada/a-54044133
[7]https://www.elespectador.com/noticias/politica/cruce-de-cartas-entre-samper-y-comandante-del-ejercito-por-abusos-sexuales/
[8] “Durante
el conflicto armado el Ejército se inspiró en el conocido concepto maoísta que
dice “la guerrilla, apoyada por el pueblo, se desenvuelve dentro de éste como
pez en el agua”, y puso en práctica la estrategia de “quitar el agua al pez”,
es decir, destruir las comunidades que pudieran apoyar a la guerrilla para
debilitarla y vencerla. Tomado de www.alainet.org.
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