lunes, julio 06, 2020

Apocalypse Now?



 ¿Apocalypse Now?
Hernando Llano Ángel
Bajo la amenaza del coronavirus, científicamente identificado como SARS-CoV-2, parece que los cuatro potros y jinetes del Apocalipsis galopan desbocados sobre la humanidad: la violencia (guerra), el hambre (inequidad), la peste (coronavirus) y la muerte (iniquidad). Más allá de las múltiples y  contradictorias interpretaciones sobre el significado de los jinetes y los potros, todas coinciden en el destino fatal e irremediable que el libro bíblico predice para gran parte de la humanidad[1]. De allí que el adjetivo apocalíptico sea hoy tan utilizado. Pero ante tan ineluctable pesimismo hay buenas noticias, al menos contra la peste y muerte del coronavirus, pues ya varias compañías farmacéuticas están probando con éxito una vacuna. Así lo informa el consorcio formado por la estadounidense Pfizer y la alemana Biontech[2]. También en China se avanza con buenos resultados en la prueba de la vacuna en personal de su ejército[3]. Aunque la OMS es cauta sobre su pronta aparición en el mercado y su inminente aplicación para prevenir la rápida propagación del coronavirus[4], todo parece indicar que a principios del 2021 ello puede suceder. Quizá no tanto para contener la pandemia, como para impedir que la economía mundial colapse y la recesión y el hambre causen más víctimas mortales que el mismo SARS-CoV-2. Pero mientras ello acontece en otras latitudes, en nuestro terruño los jinetes del apocalipsis galopan desde hace siglos en forma devastadora e incontenible. Como sucede con el coronavirus, los jinetes no afectan y aniquilan por igual a toda la población. Su violencia, inequidad, pestilencia y mortandad se empecina contra ciertas poblaciones, mientras otras apenas son afectadas y una selecta minoría permanece inmune, gracias a sus recursos de poder y riqueza. Nada más distante de la realidad que afirmar cínicamente que el coronavirus nos afecta a todos por igual.
La pandemia del colonialismo europeo
La verdad es que el coronavirus se ensaña contra aquellas poblaciones sobre las cuales, desde muchos siglos atrás, la pandemia del colonialismo ha descargado violenta o sutilmente toda su carga “civilizadora”. La expoliación y el genocidio de los conquistadores contra los pueblos indígenas; la crueldad y criminalidad del mercantilismo esclavista contra la población negra; el nacionalismo y la xenofobia contra los inmigrantes y las minorías y en nuestros días la monstruosa violencia machista contra niñas[5] y mujeres[6]. A tal punto que en nuestro país desde el 23 de marzo hasta el 24 de julio, según Medicina Legal, se han perpetrado 167 feminicidios, siendo el Valle del Cauca con 21 el departamento con mayor número.  Semejantes violencias directas, estructurales y culturales, vienen acumulándose desde hace más de quinientos años contra los pueblos aborígenes de América, cuando los cultos europeos no solo los diezmaron a punta de espada y cruz, sino también con sus enfermedades endémicas y el despojo violento de sus riquezas, además de intentar vanamente convertirlos a la idolatría de sus divinidades paganas: el mercado y la codicia, hoy bajo los embates del invisible y hasta ahora invencible coronavirus. Contra todo ello, continúan resistiendo las comunidades campesinas e indígenas, pero muchas de ellas están a punto de desaparecer por la acción combinada del coronavirus, la violencia de grupos armados ilegales y hasta la agresión criminal, amparada y camuflada en uniformes de miembros de la Fuerza Pública.
¿Un Ejército protector o exterminador?

La pregunta no es retórica y va mucho más allá del cruce airado de mensajes entre el expresidente Ernesto Samper y el Comandante del Ejército, general  Eduardo Zapateiro[7]. Dicho cruce revela no solo el problema de fondo de la formación ética de la tropa, sino sus imaginarios y concepciones sobre la población indígena y campesina, estimulada por la doctrina contrainsurgente de la guerra fría, que siempre la estigmatizó como auxiliadora y cómplice de la guerrilla y la subversión. De allí, la expresión de “quitarle el agua al pez”[8], que parece tener hoy continuación en la estrategia de la “guerra contra las drogas” y la presencia inconsulta e inconstitucional del contingente de soldados norteamericanos para asesorar al Ejército colombiano en ese apocalipsis interminable. Por eso en nuestros campos vuelven los enfrentamientos mortales entre miembros del ejército y campesinos cocaleros, que inmediatamente son condenados como cómplices y auxiliadores del narcotráfico y la guerrilla, siendo así doble y hasta triplemente victimizados. También vuelven las mutilaciones y muertes de soldados y policías por las minas antipersona. En ese campo de operaciones bélicas los campesinos son convertidos de facto en “objetivos militares” y no en sujetos de políticas sociales, despojándolos de su condición de ciudadanos y ciudadanas, criminalizándolos y condenándolos a toda suerte de violencias, entre las cuales son frecuentes las violaciones y las agresiones sexuales. Así las cosas, la mayor responsabilidad de ese ejercicio institucional y profesional de la violencia es de los mandatarios civiles, presidentes y ministros de defensas, que históricamente siempre se han lavado las manos, realizando operaciones periódicas de depuración y cirugías estéticas en el cuerpo institucional de la Fuerza Pública, cuando ya no pueden ocultar más los cuerpos de las víctimas y estos aparecen en fosas comunes. Basta recordar el apocalipsis de los “falsos positivos”, cuyo número es tan elevado que, según el informe “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, que la Fiscalía General le entregó a la JEP en agosto de 2018, ascienden a 2.248,​ pero se estima que la cifra podría llegar a 10.000 casos. Y todo ello, fue consecuencia de la aplicación de la Directiva 029 de 2005[9], en desarrollo de la denominada “seguridad democrática”, cuyos máximos responsables políticos son el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el exministro de defensa Camilo Ospina, quienes todavía no han tenido el decoro ético de concurrir a la Comisión de la Verdad a presentar sus versiones sobre lo acontecido. Menos ante la JEP, considerada por ellos una “justicia de impunidad” por ser resultado del Acuerdo de Paz con las Farc sobre un conflicto armado que aún no reconocen, pero que hasta la fecha es reputada como una institución valida de justicia transicional y restaurativa por la Corte Penal Internacional, las Naciones Unidas y la Unión Europea, que la respaldan y defienden en todos los foros internacionales.

La ineludible presión  

Ahora lo único que parece estar cambiando es que ante las documentadas denuncias e informes de periodistas valientes y críticos sobre los desmanes de miembros de la Fuerza Pública, la fiscalización internacional y los pronunciamientos de algunos demócratas del Congreso norteamericano, el ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo y el Comandante Zapateiro, no han tenido otra opción que “depurar las filas de elementos indeseables”, denominando esa tardía y contemporizadora acción “bastón de mando”, aunque más parezca un bastión de impunidad[10]. A propósito, han sido retirados 31 militares por actos de violencia sexual, pero aún continúan en las filas 71 que son investigados. La pregunta obvia es ¿Cuándo el Ejército y la Fuerza Pública retomarán su función constitucional y legal de instituciones protectoras y dejarán de ser exterminadoras, como ha sucedido con tanta frecuencia, contra la población campesina, indígena, negra y citadina informal que más precisa de su legitimidad, fuerza y derecho?
Y la respuesta obvia es: cuando dejemos de tolerarlo, justificarlo y hasta legitimarlo, superando nuestra indolencia cómplice frente a la iniquidad del racismo, la exclusión clasista y la violencia machista, protestando públicamente contra dichas aberraciones indignantes.
Pero, sobre todo, cuando dejemos de elegir gobernantes y congresistas que tras una frondosa y falsa retórica democrática perpetúan impunemente esa simbiosis entre el crimen y la política. Una simbiosis tanática que viene desde la noche de los tiempos, pero que tiene hitos muy reveladores, como la llamada “policía chulavita”, el famoso “golpe de opinión” de Rojas Pinilla, la renuncia forzada del general Alberto Ruíz Novoa, exigida por el entonces presidente Guillermo León Valencia, el sangriento apocalipsis del Palacio de Justicia, hasta las metamorfosis del paramilitarismo, el “Plan Colombia”, la leyenda heroica del Plan Patriota y la Operación Orión, entre muchas otras. Pero esos  hitos de nuestro apocalipsis institucional precisan otras entregas para no abusar del tiempo y la generosidad de todos, así nos encontremos en cuarentenas indefinidas.

[8] “Durante el conflicto armado el Ejército se inspiró en el conocido concepto maoísta que dice “la guerrilla, apoyada por el pueblo, se desenvuelve dentro de éste como pez en el agua”, y puso en práctica la estrategia de “quitar el agua al pez”, es decir, destruir las comunidades que pudieran apoyar a la guerrilla para debilitarla y vencerla. Tomado de www.alainet.org.


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