UN DUCADO DE GUERRA
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Noviembre 29 de 2020
Hernando Llano Ángel.
Transcurridos dos años del gobierno del presidente Duque y cuatro de
firmado el Acuerdo de Paz con las Farc-Ep, bien vale la pena preguntarse por
qué la situación de orden público se ha deteriorado en forma tan dramática y el
horizonte de una convivencia social, pacífica y democrática, es cada vez más
difuso y lejano. No se trata aquí de entrar en el campo penumbroso y disputado
de la contabilidad macabra sobre el número de masacres cometidas, de los
líderes y lideresas sociales asesinadas, junto a los militantes del partido
Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Tampoco del número de miembros de
la Fuerza Pública que han perdido sus vidas en emboscadas o territorios minados.
Mucho menos del número de civiles que han caído por las balas de la Fuerza Pública
en medio de protestas ciudadanas. Porque es imposible llegar a un acuerdo,
siquiera aproximado, del número de víctimas mortales. Este panorama de
violencia y degradación del conflicto nos vuelve a poner de presente, una vez
más, lo lejos que estamos de un auténtico régimen democrático, pues en lugar de
poder contar cabezas en las urnas, tenemos una forma de gobierno que permite
cortar cabezas sin poder contarlas. Hoy
cobra plena vigencia la imploración de Gaitán en su “Oración por la paz” al
entonces presidente Mariano Ospina Pérez: “Os pedimos una pequeña y gran cosa: que
las luchas políticas se desarrollen por los cauces de la constitucionalidad”.
Una institucionalidad y
legalidad tanáticas
Han pasado 72 años con 9 meses, desde la “oración por la paz”, aquel 7 de
marzo de 1948, y hoy estamos muy lejos de lograrlo. Y, lo más paradójico, es
que ahora se debe precisamente a todo lo contrario. A la defensa violenta y a
ultranza de una institucionalidad pletórica de formalismos legales, que nos
impide comprender y vivir la esencia de la paz política: la conservación de la
vida y la dignidad de las personas. Y, en lugar de contar con una normatividad
que genere acuerdos y consensos sobre la vida, ella produce todo lo contrario,
muerte y menosprecio. Tenemos así un Estado con una legalidad tanática, adorada
en los recintos gubernamentales como un monstruo sagrado e intocable, que
extiende sus tentáculos mortíferos sobre la población. A tal punto, que la
misma paz política terminó siendo una víctima de ella. Así sucedió con el
Acuerdo de Paz, cuando fue sometido a un plebiscito, que nos dividió en forma
absurda entre amigos y enemigos de la paz. Un plebiscito que no era necesario,
pues desconoció lo esencial: que la paz política ya estaba consagrada
constitucionalmente en el artículo 22 de la Carta como un “derecho y un deber
de obligatorio cumplimiento” para todos los colombianos. Sin duda, el mayor
error de Santos fue confundir la legitimidad del principio fundacional de la
vida democrática, la paz política, presupuesto imprescindible de la competencia
política y la convivencia social, sometiéndola a un plebiscito. Así sucedió al
tomar tan fatal decisión, pues entregó la paz política a las pasiones, los
odios y los prejuicios legados por un conflicto armado tan atroz como el
nuestro. Entonces, el fundamento de la paz política, que demanda la separación
absoluta y total de las armas de las controversias y disputas por el poder
estatal, se confundió con el reconocimiento de legitimidad a la guerrilla de
las Farc-Ep. Por ello, millones de personas votaron contra el Acuerdo,
expresando su repudio y odio visceral contra las Farc-Ep por sus crímenes de
guerra y sevicia contra civiles inermes. Y, la consecuencia de ello, además de
la división de Colombia en dos bandos aparentemente irreconciliables, fue que
la paz política se convirtió en anatema. Al extremo que muchos todavía piensan
que el plebiscito fue un engaño y se
burló la voluntad popular del NO, al continuar con la implementación del Acuerdo.
El triunfo del NO y la
victoria de la paz política.
Pero sucedió todo lo contrario. El primero en reconocerlo fue precisamente
el propio expresidente Álvaro Uribe, que lo expresó claramente en su comunicado,
celebrando el triunfo del NO: “El sentimiento de los colombianos que votaron
por el Sí, de quienes se abstuvieron y los sentimientos y razones de quienes
votamos por el No, tienen un elemento común: todos queremos la paz, ninguno
quiere la violencia. Pedimos que no haya violencia, que
se le de protección a la FARC (sic) y que cesen todos los delitos,
incluidos el narcotráfico y la extorsión. Señores de la FARC (sic): contribuirá
mucho a la unidad de los colombianos que ustedes, protegidos, permitan el
disfrute de la tranquilidad”, dijo el expresidente. Es decir, reconoció
la importancia histórica del desarme de las Farc-Ep, entonces en marcha hacia
las zonas veredales, pidiendo incluso protección estatal para ellas en su
desplazamiento e instalación. Ganó electoralmente el NO, pero triunfó la paz
política del desarme y la desmovilización. Muchos de sus entusiastas
partidarios olvidan con frecuencia que Uribe no exigió la ruptura del proceso
de desarme y desmovilización de las Farc-Ep, que nunca llamó al rechazo rotundo
del Acuerdo firmado, pues hubiera sido el retorno inmediato a la guerra. No
tuvo la insensatez de llamar a los votantes del NO a que salieran a las calles
a reclamar su exigua victoria, de apenas 53.894 votos, para que enfrentaran a
los millones de votantes por el SÍ, que reclamábamos pública y
multitudinariamente el cumplimiento del Acuerdo. Tal escenario de confrontación
no se presentó y, por el contrario, comenzó un proceso de conversaciones entre
los comisionados de paz de Santos y el mismo expresidente Uribe y sus delegados,
que introdujeron numerosos cambios al Acuerdo. A partir de la sentencia de la
Corte Constitucional, el Congreso de la República aprobó por vía exprés el
nuevo Acuerdo y se firmó definitivamente el 24 de noviembre de 2016. Pero las
dos exigencias fundamentales del Centro Democrático no se cumplieron: la
denominada “paz sin impunidad” y el veto a la participación política de los
comandantes de las Farc-Ep.
¿Paz sin impunidad y con
legalidad o una legalidad para la paz?
Ambas exigencias son política y judicialmente imposibles de cumplir. Para
empezar, negar la posibilidad de la participación política civil a los
excomandantes del Secretariado de las Farc-Ep, implicaría reconocer que se
prefiere su accionar político-militar y todas las consecuencias atroces que
conlleva: secuestros, atentados contra la población civil, financiación de la
guerra a través del narcotráfico, desplazamientos multitudinarios y pérdidas
incalculables de vidas de campesinos, unos con camuflado guerrillero y otros con
camuflado oficial. Llevamos más de 70 años con esta fórmula envilecedora de
nuestro juicio político y sensibilidad moral. Una fórmula tan interiorizada en
las mentes y corazones de millones de colombianos, que todavía piensan que hay
una violencia buena y otra mala. La legítima y buena, que protege la vidas y
bienes de los ciudadanos de bien” y la mala, que los asesina y amenaza. La
buena, que es legítima y la mala, ilegitima. Y no se preguntan ¿Qué pasa con la
vida y los bienes de los más de ocho millones de colombianos y colombianas que
fueron desplazados de sus parcelas, sus seres queridos asesinados y vejados?
¿Serán ellos malos ciudadanos? ¿No tendrán derecho, como todos, a la vida, sus
bienes y dignidad? ¿Será que son ilegales e ilegitimas sus vidas y peticiones?
Si honestamente respondiéramos estas preguntas, tendríamos que llegar a la
conclusión de que no podemos legitimar ninguna violencia, ni la oficial o
institucional, ni la subversiva o insurgente. Porque si lo hacemos nos
degradamos inmediatamente todos y dejamos de ser ciudadanos, miembros de una
comunidad política democrática, para convertimos en enemigos irreconciliables,
que no nos reconocemos con iguales derechos a vivir dignamente. Es más,
autorizamos a unos pocos, a quienes graduamos de héroes oficiales, para que
maten en nuestro nombre, en defensa de nuestras vidas y bienes. Obviamente,
aquellos a quienes no se les garantiza y reconoce igualmente sus derechos a la
vida y bienes, también graduaran de héroes a sus líderes. A los primeros, se
les denomina héroes de la patria, a los segundos héroes guerrilleros. Y así se
aniquilan mutuamente generación tras generación, cuajadas de odio y sed de
venganza, a tal punto de que pierden toda noción de justicia y a lo único que
aspiran es al triunfo, la condena y la encarcelación de su enemigo histórico.
Es decir, a la justicia de los vencedores que, como tal, siembra nuevamente la
semilla del odio para que los vencidos y sus descendientes continúen buscando
su revancha. Y así indefinidamente.
Todos en la cama o todos en
el suelo
Por eso, también, la consigna muy popular de “paz sin impunidad” y su versión presidencial de “paz con legalidad”, son imposibles de
cumplir, pues ellas implicarían el encarcelamiento de todos los que hayan
ordenado o cometido crímenes atroces. Desde los vencidos hasta los vencedores.
La pregunta, entonces, es ¿Están dispuestos los funcionarios oficiales de
numerosos crímenes como los llamados “falsos positivos” a reconocer sus
responsabilidades y pagar sus condenas draconianas? Crímenes que fueron
consecuencia de una política estatal denominada “seguridad democrática”, que se
cumplió en desarrollo de la directiva 029 del ministerio de defensa, entonces
en cabeza de Camilo Ospina, subordinado directo del presidente Álvaro Uribe
Vélez. La respuesta es conocida por todos: obviamente que NO, puesto que dichos
crímenes son considerados por sus autores intelectuales y determinadores como
legítimos y buenos, avalados vergonzosamente por millones de electores en las
urnas. Más no es así hoy para quienes los ejecutaron cumpliendo dicha Directiva
y órdenes superiores: los oficiales, suboficiales y soldados que están contando
ante la JEP toda la verdad de lo sucedido. Igual que los comandantes
guerrilleros, que lo están haciendo revelando forzosamente tantas atrocidades:
secuestros, desapariciones, violencia sexual, reclutamiento de menores. Porque
por primera vez en nuestra historia política estamos asumiendo una justicia de
Verdad y no solo de legalidad formal y de impunidad real. Que condena solo a
algunos como culpables y deja a los principales responsables de los crímenes,
aquellos que los determinaron y ordenaron en cumplimiento de funciones
oficiales o de supuestos designios revolucionarios, en la total impunidad.
Ahora, al menos, estos determinadores tienen que contar toda la verdad e
intentar reparar lo irreparable, para recibir condenas alternativas que irán
entre los 5 y 8 años. Pero si eluden su responsabilidad y no dicen toda la
verdad, perderán sus derechos a la participación política y la justicia
ordinaria los podrá condenar a penas de cárcel hasta de 20 años. Porque de lo
que se trata es de una justicia en función de la paz política y de una difícil
y dolorosa reconciliación, donde no haya vencedores ni vencidos, sino
responsables de forjar un nuevo orden político y social entre los que ayer se
odiaban y asesinaban y hoy se reconocen como adversarios políticos y no como
enemigos mortales. Pero para ello, lo primordial es tener una ley para la paz y
no continuar obnubilado y alucinado, como le sucede al presidente Duque,
repitiendo el mantra letal de “Paz con legalidad”, que cada día nos deja más
víctimas mortales. Que aumentarán en forma casi exponencial, cuando al coronavirus
biológico lo suceda el coronavirus del hambre y la exclusión social creciente,
agudizada por la legalidad oficial de la aspersión de los cultivos de coca y la
criminalización de los campesinos, doblemente victimizados, por ilegalidad del
narcotráfico y la legalidad del glifosato. La “paz con legalidad” es realmente
paz con letalidad. No es coincidencia que, en el diccionario de la RAE, el Ducado,
en su séptima acepción, signifique: “Gobierno, mando o dirección de gente de
guerra”. Por eso en el 2022 lo que tenemos que definir como ciudadanos del
siglo XXI es si somos capaces de pasar del actual Ducado a la Democracia o, por
el contrario, vamos a continuar viviendo en medio del miedo, los odios y la
guerra, con nuevas generaciones de víctimas y victimarios. Y, para ello, tal
parece que se perfila desde ya un “Principito ubérrimo”, cuyo designio es
defender la honorabilidad de su padre. En Colombia hay personas que todavía
confunden la patria con la fratría: “subdivisión de una tribu que tenía
sacrificios y ritos propios; sociedad íntima, hermandad, cofradía; conjunto de
hijos de una misma pareja”, y están dispuestos a cumplir a sangre y fuego aquel
dicho paisa: “con tu familia, con razón o sin ella”.