PREGUNTAS Y TRIBULACIONES DE UN CIUDADANO FRENTE AL VOTO
Hernando Llano Ángel.
La primera pregunta es también la
mayor tribulación. ¿Tiene algún sentido votar? ¿Puedo, como ciudadano, al
marcar el tarjetón, hacer la diferencia? ¿En qué medida, ese acto trivial y
casi anodino, puede ser decisorio? Para la mayoría de ciudadanos, al menos en
Cali, la respuesta a estas preguntas fue negativa hace casi cuatro años. En las
elecciones de octubre de 2015 la abstención fue la ganadora, con el 54.62%. De
un censo electoral de 1.611.391 ciudadanos habilitados para votar, participamos
731.317, el 45.38% de los ciudadanos. Y así ha sucedido desde la primera
elección, en 1998, con ligeras variaciones en la participación. Pero la
abstención siempre ha ganado. Y, seguramente por ello, Cali, como ciudad, sigue
perdiendo. Porque toda ciudad es, en últimas, lo que sus ciudadanos quieren o
permiten que sea. Es obvio. Mientras menos ciudadanos voten y participen, la
ciudad será lo que decida esa minoría que concurra a las urnas. Entonces, la
cuestión no es de pandebono, sino de ciudadanía. ¿Por qué la mayoría, que no vota, decide que sea una minoría
la que elija alcalde y se abstiene del
ejercicio de su poder y de su decisión ciudadana?
“Todos los políticos son iguales”
Y la respuesta parece también obvia, porque no
cree en los políticos, en los candidatos con sus programas y promesas, que casi
nunca cumplen, y deciden por ello abstenerse. Entonces caemos en el abismo de
la incredulidad y la impotencia ciudadana, cuya máxima expresión de sabiduría
es: “Todos los políticos son iguales”, “una mano de ladrones”, con su
irrefutable conclusión y decisión: “yo no voy a ser tan tonto de votar por
ellos”. Así llegamos a esa masa de listos, inteligentes, honestos y pulcros
ciudadanos que detestan la política, porque la consideran una actividad sucia,
corrupta y violenta, que nada tiene que ver con ellos. Ellos son moralmente
superiores y no se dejan conducir, como un rebaño de crédulos estúpidos, al
redil de las urnas, donde depositan sus votos y mueren también sus ilusiones.
Ya lo había sentenciado, con su lucidez lapidaria e implacable, José María
Vargas Vila: “Quien vota, elige un amo”. Tal es la mayor tribulación y
frustración adonde nos conduce la representación política. Ella se convierte en
una especie de artilugio que sirve tanto para ilusionarnos como para
defraudarnos. Los políticos no nos
representan, más bien, nos suplantan. Una vez ganan las elecciones, no le
cumplen a sus electores, sino a sus patrocinadores. Esa es la verdadera
alquimia de la corrupción política, generada en gran parte por el alto costo de
las campañas políticas. Sus patrocinadores, entonces, cobrarán por la
ventanilla de la contratación pública, de los planes de ordenamiento
territorial, de las concesiones y licitaciones amañadas, lo que han invertido
en sus pupilos. Además, tendrán que repartir la frondosa burocracia municipal entre los más confiables y leales a
esos intereses particulares, partidistas o empresariales, no entre los más
competentes para administrar y gestionar intereses generales. La ciudad se subasta en el mercado. Sus
prioridades son definidas y fijadas tras bastidores, en ese mercado de
intereses limitados, que pasa inadvertido en medio del jolgorio de los debates
y las visitas de los candidatos a los barrios populares y las “ollas” de
nuestras ciudades, donde derrochan seguridad, sonrisas, simpatía y popularidad.
Vallas de “Tramparencia”
De alguna manera, sus costosas y
numerosas vallas son un excelente indicador de lo que ocultan, así ellas
anuncien todo lo contrario. Anuncian transparencia, pero son mamparas de la
“tramparencia”. Mientras más vallas de
campañas políticas invadan nuestras ciudades, más lejano y difuso será nuestro
horizonte de ciudadanía, pues nos impiden forjarnos una visión compartida entre
todos. Sin duda, habría que reformar y eliminar progresivamente el derroche en
demagogia publicitaria, para ganar un poco de espacio en reflexión y
deliberación ciudadana. Indigna y deprime ver tanto candidato y candidata
exhibiendo sonrisas y eslóganes sobre su competencia y honestidad en medio de
la sangría de tantas lideresas y líderes populares, asesinados por demandar
derechos y decir verdades, por ser demócratas integrales y no figurines de una
mercadocracia asesina. Para las mentiras de campaña, están las urnas. Para las
verdades de los líderes sociales, las tumbas. Por ello, valdría la pena que
todos los candidatos y candidatas nos revelarán a todos los ciudadanos el costo
de sus campañas y las identidades de sus patrocinadores. Los compromisos con
sus aliados, a la derecha y la izquierda. Que nos contarán para quién y cómo
nos van a gobernar. Así, al menos, tendríamos criterios más claros para saber
por quién votar, pues sabríamos de antemano a favor de quienes van a gobernar. Entonces
decidiríamos hasta donde votamos por la democracia, la mercadocracia o la
cleptocracia, sin olvidar la sabida advertencia de Edmund Burke: “Los políticos
corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que no votan”. Sin duda, de nosotros depende que la elección de nuestro
próximo alcalde sea mucho más que un juego de azar, una inversión de pocos en
desmedro de intereses mayoritarios o un tinglado de negociados en beneficio de
una voraz y hábil cleptocracia, experta en robar periódica e impunemente la
confianza ciudadana.
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