Más allá del terror, contra el terrorismo.
Hernando
Llano Ángel.
Más allá del sufrimiento y el
repudio que nos causa el horripilante atentado contra la Escuela Nacional de
Cadetes, General Santander, reivindicado por el ELN, está el aturdimiento moral
y colectivo al que nos puede conducir. Porque lo que ha explotado y vuelto
añicos la vida y los sueños de más de 20 jóvenes en formación, justamente para
proteger la vida y las libertades públicas de todos, no puede marcar nuevamente
el ascenso incontrolable de la violencia y la brutalidad, con su sangrienta e
irreversible estela de más víctimas. Ese sería el triunfo del terror y la
muerte, sobre los cuerpos y la memoria de los jóvenes sacrificados, quienes se
formaban precisamente para proteger la vida y la libertad contra esa violencia
aleatoria, arbitraria y criminal.
Sin duda, dicha acción aturde,
nubla y enturbia el juicio político. Literalmente lo dinamita y vuelve añicos.
Es más, lo desplaza progresivamente de la deliberación pública y su lugar va
siendo ocupado por el juicio moral de gobernantes firmes al frente de millones
de buenos ciudadanos airados que, de la noche a la mañana, están de acuerdo que
con los terroristas no se negocia, pues deben ser aniquilados, sin miramiento
alguno, en una guerra sin cuartel.
Y esta es una historia conocida
por todos, pero que no sobra recordar. Ocurridos los ataques del 11 de
septiembre de 2001, con cerca de 3.016 víctimas mortales, el presidente
norteamericano Georges W Bush declaró la primera guerra del siglo XXI, la
guerra contra el terrorismo. Transcurridos casi 18 años, hoy el terrorismo es
ubicuo, se ha diseminado y estalla en los cinco continentes, casi ningún lugar
está a salvo de su mortal y aleatoria presencia. Y, no obstante lo anterior,
quienes conducen esa guerra –al igual que la guerra contra el narcotráfico— se ufanan
de su victoria, contra toda la mortal evidencia que nos demuestra su fracaso[1].
Esas “victorias” son las dos más falsas noticias de nuestros días. La
persecución y aniquilación de los responsables de esas tres mil víctimas en
suelo norteamericano ha cobrado la vida de cientos de miles de personas y la
diáspora por Europa y el mundo de más de tres millones de personas. La mayoría
de las víctimas son civiles inermes e inocentes, en naciones como Afganistán,
Irak, y Siria, producto de bombardeos indiscriminados contra niños y ancianos,
dejando sólo devastación y miseria.
A tales extremos conduce la guerra contra
el terrorismo y todavía es incierto el día de su culminación. Pero a esta
altura la conclusión es obvia, el terror engendra y reproduce el terrorismo.
Por ello, no hay terrorismo más temible y letal que el de los puros y virtuosos
gobernantes y ciudadanos amantes de la ley y el orden --a
los que subordinan la vida misma-- imbuidos de una superioridad moral tal que
les impide hablar y llegar a eventuales acuerdos con el contrario, puesto que
con los “terroristas no se negocia”, ya que carecen de humanidad[2].
Sólo merecen la aniquilación. Y así quedamos todos en manos de los
fundamentalistas del terror, obcecados en eliminar al otro al precio de nuestra
propia eliminación.
Para no extraviarnos en ese
laberinto del terror, deberíamos sentir con igual intensidad el asesinato en los
últimos dos años de más de 400 líderes sociales y defensores de Derechos
Humanos, como ahora sentimos cientos de miles de personas el asesinato de los
jóvenes policías, cuya formación precisamente tenía como finalidad garantizar a
todos los derechos humanos. De esta forma empezaríamos a superar ese mortal
maniqueísmo, según el cual hay una violencia buena y justa -casi siempre afín
con nuestros intereses y semejantes— y otra totalmente mala e injusta, que es
la de los terroristas. Entonces repudiaríamos con igual intensidad y firmeza
ambas violencias, tanto la que aniquila a los líderes sociales como la que
asesina a jóvenes cadetes, sin pretender justificar y mucho menos legitimar
ninguna de las dos.
Por eso el mayor peligro que
ahora se cierne en esta nueva cruzada contra el terrorismo, es precisamente que
ella no tenga límites y desconozca la existencia de fronteras y acuerdos, como
el protocolo de negociación con el ELN firmado entre los Estados de Colombia y
Cuba. Porque no faltaran las voces de quienes alienten la persecución en
caliente contra los terroristas, que buscarán refugio en Venezuela, cuyo
gobierno actual no es reconocido como legítimo. Entonces querrán matar dos
pájaros de un tiro, la dictadura y el terrorismo. Obviamente, sin ellos correr
riesgo personal alguno, puesto que ambos bandos disponen de suficiente carne de
cañón joven para sacrificar. Poco importa los daños colaterales de las víctimas
civiles, ya que se trata de defender “la democracia contra la dictadura”, en fin,
la lucha interminable del “bien contra el mal”.
Para no provocar semejante
catástrofe, deberíamos mirarnos al espejo y reconocer el rostro desfigurado y
sangrante de las más de 220.000 víctimas mortales que nos ha dejado el
conflicto armado desde 1958, fecha en la que nació nuestra presuntuosa “democracia”,
la más violenta y estable del continente en la generación de crisis
humanitarias con sus cerca de 8 millones de desplazados y desarraigados
internos. Mejor sería continuar forjando entre todos una auténtica democracia,
sin más víctimas, verdugos y vengadores ejemplares, que no precise de tantos
héroes y sí de mucha más ciudadanía, donde la política deje de ser una práctica
corrupta, sepultada y ocultada por la guerra, pues el fuego y la sangre nos
impedirán ver Odebrecht y demás negociados.
En fin, una democracia donde la
palabra honrada y la vida predominen sobre la retórica belicista y la muerte, que
hoy promueven con sus acciones tanto el ELN como el gobierno de Duque. Para
vencer el terror hay que ir más allá del terrorismo y volver a la política,
cumpliendo el artículo 22 de nuestra Constitución: “La paz es un derecho y un
deber de obligatorio cumplimiento”, en lugar de asediarla y ahogarla en el
fangoso, sangriento y doloroso campo de la guerra, del cual apenas empezamos a salir. No permitamos que la obsesión por la legalidad de Duque nos
lleve al terror de la ilegalidad y que la obsesión por la revolución del ELN
nos conduzca al laberinto del terror, donde los civiles corremos el riesgo de
morir secuestrados y vivir atemorizados.
[1]
"Mediante cualquier evaluación objetiva, la guerra contra el terror ha
sido un absoluto desastre y no ha logrado sus objetivos más esenciales",
señala Richard Jackson, profesor y director de la revista Critical Studies on
Terrorism. "No ha logrado erradicar ni tampoco reducir los niveles de
terrorismo en el mundo. De hecho, si vemos las estadísticas, el aumento de los
ataques terroristas en el mundo ha coincidido con el periodo de la guerra
contra el terror, lo que sugiere que es una profecía autocumplida (una
predicción que en sí misma es la causa de que se haga realidad.(https://www.eldiario.es/internacional/guerra-terror-cumple-cerca-victoria_0_812969326.html)
[2]
Amos Oz, el escritor israelí recientemente fallecido, en su conferencia “¿Cómo
curar a un fanático?”, nos advierte lucidamente: “Digo que la semilla del
fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide
llegar a un acuerdo”.
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