¿Luz al final del túnel?
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Hernando Llano Ángel
Seguro que hay motivos para el jolgorio nacional por la inauguración del
túnel de la línea, un proyecto que se vislumbró como necesario para el
desarrollo de la economía y la integración nacional, desde hace al menos un
siglo. También, porque coincide con la llamada “nueva normalidad” que, invita a
muchos a relajar sus medidas de bioseguridad, corriendo así el riesgo de ver la
luz postrera de la eternidad, según la leyenda que nos cuentan quienes han
estado cerca de abandonar este túnel terrenal.
Este túnel terrenal que forzosamente tenemos que compartir entre todos,
pero que hasta ahora hemos sido incapaces de hacerlo para avanzar públicamente
y encontrar una salida que nos permita respirar y convivir amablemente, como
suele suceder en toda auténtica democracia. Pero con el paso de las
generaciones este túnel se ha convertido en una caverna, como a la que alude
Platón, que nos impide ver la realidad y vivimos extraviados en un laberinto
lleno de espejos y espejismos que nos proyectan imágenes falsas. Imágenes que
muchos convierten en mitos y tabúes a los que subordinan sus vidas e
identidades y, lo que es peor, pretenden someter a sangre y fuego a quienes no
los vean y compartan con igual intensidad. Quizá el mayor poder del mito deriva
de que es incuestionable, pues vivimos inmersos en él. No logramos tomar
distancia para apreciar su dimensión y se nos va la vida creyendo en el mito.
Pues es aquello que nos permite sentirnos miembros de una comunidad al
compartir una visión y una creencia común.
El mito democrático
Es lo que nos sucede con la democracia. Así ella no exista entre nosotros,
ni siquiera en la acepción más mínima y vital, parafraseando de nuevo a James
Bryce, quien la definió como “aquella forma de gobierno que permite contar
cabezas, en lugar de cortarlas”. Entre nosotros no existe, pues la violencia
guerrillera, paramilitar y estatal la convirtieron en todo lo contrario: “una
forma de gobierno que permite cortar cabezas, sin poder contarlas”. Pero entre
nosotros el mito democrático continúa inexpugnable, simplemente porque quienes
votan confunden la democracia con las elecciones. Tanto en su época de colapso,
durante la Violencia, como ahora, es imposible precisar el número de cabezas
cortadas o, lo que es peor, desaparecidas. Ya se nos volvió costumbre vivir
entre tumbas y urnas. Entre agosto de 1989 y abril de 1990, en ocho meses,
fueron asesinados tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán (18 de
agosto), Bernardo Jaramillo Ossa (22 de marzo) y Carlos Pizarro Leongómez (26
de abril). Todos asesinados por una coalición de políticos, narcotraficantes,
paramilitares y miembros de agencias de seguridad del Estado [1], cuya
capacidad de mutación y mimetismo con el establecimiento político continúa
vigente, solo que más diseminada, sofisticada y camuflada que entonces. Lo que
tenían en común los tres candidatos asesinados era que encarnaban una seria
amenaza a esa simbiosis entre la política y el crimen. Conocemos en parte la
identidad de los autores intelectuales, pero solo los pertenecientes a la
ilegalidad, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, los hermanos Castaño, entre
muchos otros, pero conocemos muy pocos del establecimiento. Algunos líderes
políticos fulgurantes, como Alberto Santofimio Botero; otros, en altos cargos
de la seguridad estatal, como Miguel Maza Márquez y unos cuantos miembros de la
Fuerza Pública, muchos de ellos todavía sub judice. Pero lo que no podemos
ignorar o desconocer es que, desde entonces, todos nuestros presidentes,
comenzando por Gaviria hasta Duque, no han podido gobernar sin tener relaciones
con dichos poderes de facto. Relaciones que van desde la negociación hasta la
confrontación, más allá de las contingencias y circunstancias en que se han
dado y de la forma como han sido ignoradas, auspiciadas, toleradas o, incluso,
estimuladas por muchos de sus electores en las urnas y sus copartidarios en el
Congreso, a través de leyes y reformas constitucionales.
Dinámicas políticas
electofácticas
Gaviria, a través de la llamada política de sometimiento a la justicia [2],
para desarticular la terrible violencia de los extraditables y facilitar la
entrega de Pablo Escobar y sus hombres de confianza. Samper, con el escandaloso
proceso 8.000, detrás del cual había una apuesta de los Rodríguez por obtener
una política de sometimiento a la justicia más generosa que la otorgada a Pablo
Escobar, algo así como tener a Cali por cárcel. Pastrana, mediante el veto de
las Farc-Ep a Serpa, quien le había ganado en primera vuelta, a cambio de la
zona de distensión en el Caguán, como efectivamente la ofreció en su discurso
del Hotel Tequendama [3], unos días antes de la segunda vuelta, asesorado por
Álvaro Leyva Durán. Uribe, mediante acuerdos más o menos explícitos con los
paramilitares, que luego darían origen al escándalo y la depuración de la
parapolítica, para facilitar una desmovilización y reincorporación a la vida
civil lo más flexible y ventajosa posible a los narcoparamilitares. Acuerdos
consagrados en ley 975 de 2015, de “Justicia y paz” [4], que incluso promovió
Mancuso desde el Congreso [5] con el fallecido Iván Roberto Duque (alias,
Ernesto Báez) y Ramón Isaza, estando aun armados y cometiendo crímenes
atroces. Acuerdos que se teme mucho se
hagan explícitos con la llegada de Mancuso y que explican, en gran parte, los
errores del actual gobierno, en sus tres o más fallidas solicitudes de
extradición. Por último, Santos con sus secretas conversaciones con las Farc-Ep
y los generosos apoyos de Odebrecht a sus campañas [6], hasta llegar a Duque
que, gracias a la pandemia, ha pasado de agache por sus familiares relaciones
con el Ñeñe Hernández [7] y de las generosas y sospechosas contribuciones de un
empresario venezolano de apellido Cisneros a su campaña [8], previa
triangulación por empresas colombianas y el Centro Democrático. Este largo y
farragoso recuento, simplemente para constatar que entre nosotros las
elecciones presidenciales son una sofisticada tramoya en donde la influencia de
múltiples poderes de facto, algunos legales y otros ilegales, condicionan y
determinan la suerte de los candidatos, su triunfo, derrota o muerte. Poderes
que no dudan en eliminar a quien consideren una amenaza para su supervivencia,
como lo hicieron con Galán, Jaramillo y Pizarro. De allí que llame a nuestro
régimen –disculpen la cacofonía, pero aquí no caben los eufemismos de moda—
régimen electofáctico en lugar de democrático.
Y que solo podremos empezar a ver la luz de la democracia al final de
este largo y tenebroso túnel, cuando tengamos la lucidez de renovar por
completo esta sofisticada tramoya electoral y sus coaliciones
político-criminales que, con cinismo y credibilidad, se denomina la democracia
más estable y antigua de Sudamérica.
1 https://www.semana.com/portada/articulo/el-hombre-pancarta/67567-3
[2] https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-305470
[3] htts://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-868190
[4] https://www.youtube.com/watch?v=sf4XNpHbwOk&feature=youtu.be
[5]
https://www.las2orillas.co/pildoras-para-la-memoria-cuando-los-paramilitares-fueron-aplaudidos-en-el-congreso/
[6]
https://www.elespectador.com/noticias/politica/caso-odebrecht-cne-abre-investigacion-contra-campana-de-santos-en-2014/
[7]
https://www.semana.com/nacion/articulo/la-nenepolitica-escandalo-por-compra-de-votos-del-nene-hernandez/655526
[8] https://lasillavacia.com/empresa-cisneros-mayor-accionista-si-aporto-al-cd-campana-duque-77467
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