Las verdades que no vivimos y las
mentiras que nos matan
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Hernando Llano
Ángel.
“Que no te niegue la ignorancia, que no trafique el mercader con lo que un
pueblo quiere ser”[1].
Joan Manuel Serrat.
Verdades políticas negadas
Las verdades
que nos permiten vivir más allá de nuestra intimidad y ámbito familiar, son
aquellas que compartimos con los demás y constituyen la urdimbre de la vida en
común, la vida de todos. Son verdades públicas al alcance, consideración y
deliberación de todos. Verdades políticas en el sentido más profundo y amplio
del término: “sostenemos como evidentes
estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su
Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad”, afirma categóricamente la célebre
Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, partida de nacimiento de
los Estados Unidos de Norteamérica. Y, con alcance universal, la Declaración de
los Derechos Humanos de 1948 proclama en su artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos
y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente
los unos con los otros”. Artículo que contiene la dolorosa lección de
humanidad, aprendida en la noche insondable de la segunda guerra mundial, que
dejó cerca de 60 millones de víctimas en la civilizada Europa. Solemnes
verdades que la humanidad parece estar olvidando y la realidad cotidiana niega
todos los días a millones de seres humanos en el planeta. Pero que no por ello
dejan de ser válidas. Más bien sucede todo lo contrario: por ser
sistemáticamente negadas y desconocidas, es que adquieren mayor sentido y
valor, pues ningún ser humano puede prescindir de ellas sin poner en riesgo su
propia vida y dignidad. Al ser verdades políticas, nacidas de la convención y
los acuerdos que realizamos los seres humanos, dependen para su existencia y
validez de nuestro compromiso, de nuestra razón y conciencia, pero sobre todo
de la coherencia de nuestros comportamientos. Son derechos y verdades que para
su existencia dependen de nuestras responsabilidades, del cumplimiento de
nuestros deberes como humanos y ciudadanos del planeta. Son verdades frágiles
que los tozudos hechos refutan todos los días, pues ellas nacen precisamente
contra esa realidad. Se proclaman públicamente para transformar y negar esa
realidad fáctica de las desigualdades sociales y económicas que recorre la vida
de millones desde la cuna hasta la tumba. Son verdades paradójicas, pues, como
bien lo anota Arendt, en su lucido ensayo sobre “La mentira en política”: “la
deliberada negación de la verdad fáctica –la capacidad de mentir—y la capacidad
de cambiar los hechos –la capacidad de actuar—se hallan interconectadas”[2],
siendo precisamente la acción social la dimensión más esencial de la política,
tanto para forjar la paz y promover la vida, como para declarar guerras y
cometer crímenes tan incontables como injustificables. Lamentablemente entre
nosotros muchos persisten más en lo segundo que en lo primero, pues todavía
creen que para alcanzar la paz es más importante vencer que convencer. Que ella
se puede asegurar a través del sometimiento y no mediante el consentimiento. Es
decir, que la paz es un asunto más de militares y guerreros que de ciudadanos,
razón por la cual hoy estamos tan lejanos de alcanzarla y de convertirla en
sostenible y duradera. Muchos, quizá la mayoría, ilusamente cree que solo con
la espada, la fuerza y el miedo y no fundamentalmente con la política, el
acuerdo y la confianza se puede garantizar y afianzar la paz en nuestro país y
el mundo.
Mentiras televisadas que matan
La paz es,
pues, una verdad contra-fáctica, puesto que la guerra es una realidad brutal y
despiadada que la política se empeña en cuestionar y superar. Al igual que
otras verdades fácticas, como las iniquidades económicas y sociales, la
violencia racista y machista. Ya que la inmensa mayoría de los seres humanos
estamos dotados, al parecer, de razón y conciencia, no toleramos que, por causa
de nuestro color de piel, sexo, creencias religiosas o políticas, posición social
o nacionalidad, tengamos que vivir sometidos a la voluntad y arbitrio de otros,
sin tener derecho a iguales oportunidades para vivir dignamente. Rechazamos que
nuestra vida, libertad, felicidad y muerte dependan de la discrecionalidad y
arbitrariedad de unos pocos. Pero por
promover y defender esa verdad universal irrefutable, son asesinados en nuestro
país cientos de líderes y lideresas sociales[3],
sin que el actual gobierno sea capaz de contener esa endemia de orden político.
“¿El futuro es de todos?”
Un gobierno
que tiene como divisa y lema central de su gestión la proclama: “El futuro es de todos”, es incapaz
de garantizar un presente de vida para quienes promueven los derechos humanos,
es decir, la vida para todos, no en un futuro incierto y lejano sino en este
presente cotidiano y actual. Un gobierno que proclama nacional e
internacionalmente estar comprometido con la promoción y realización de una “paz con legalidad”, es incapaz de
garantizar legalmente la vida de quienes abandonaron las armas para hacer
política sin violencia[4].
Semejantes mentiras, proclamadas en televisión todos los días por el presidente
Duque con impecable dicción, son luctuosamente refutadas cada noche por los
noticieros que informan de más asesinatos de líderes, lideresas y
desmovilizados de las Farc. Igual acontece con la tediosa y mentirosa puesta en
escena sobre los éxitos alcanzados en la lucha contra la expansión de los
contagios y las muertes causadas por el Covid19. Cada día escalamos un puesto
más en la lista de países con mayores contagios y muertes.[5]
Las mentiras nos están matando, junto a la ignorancia política y la
irresponsabilidad sanitaria de quienes no cumplen las medidas imprescindibles
de bioseguridad. Todos deberíamos escuchar y atender, como ciudadanos del mundo,
la tonada de la canción de Serrat: “Que
no te niegue la ignorancia, que no trafique el mercader con lo que un pueblo
quiere ser”. Con mayor razón durante las próximas semanas por la inminente
apertura del tráfico aéreo y del terrestre de buses, anunciada con gracia y
seguridad por la ministra de transporte, pues se ha comprobado
“científicamente” que no son foco de contagio. Pareciera que la ministra
ignorará que la fuente de contagio son los humanos irresponsables y no los
aviones o los buses. Ojalá esa “nueva normalidad” no se nos convierta en una
mayor mortandad, como la desatada por los días sin IVA, que el presidente IVÁn
y los mercaderes de Fenalco se apresuraron a celebrar por el éxito viral de las
ventas electrónicas. Hoy, en parte, estamos viendo sus consecuencias letales.
Los gobernantes y dirigentes gremiales no pueden ser tan cínicamente
irresponsables y estimular con medidas populistas el consumo enfermizo,
contagioso y mortal de miles de compradores que confundieron el valor
inestimable de su salud y vida con el precio letal de un televisor, un electrodoméstico
o un celular de última gama. De seguir así, el presidente Duque pronto
compartiré el podio mundial de los gobernantes pandémicos con Trump y Bolsonaro,
superando incluso a mandatarios tan erráticos como López Obrador, Maduro y
Ortega, mucho menos mediáticos y brillantes que el estelar y vanidoso Duque.
[1] Canción de Serrat, “Por las paredes
(mil años hace)”, 1978.
[2] “Crisis de la República”, 1998,
editorial Taurus, p.13.
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