SANTRICH: VERDADES OCULTAS Y NUDOS CIEGOS DE LA POLÍTICA NACIONAL
Hernando Llano
Ángel.
Santrich personifica, en forma
irónica y cruel, los nudos ciegos más difíciles de ver y desatar de la realidad
nacional: el narcotráfico, la política y la extradición. Son nudos casi
imposibles de romper porque a ellos se encuentran atados todos los
protagonistas de la vida política nacional y cada uno tira para su lado en
función de sus propios intereses: los narcotraficantes, con su codicia
insaciable; los políticos, con la financiación periódica de sus campañas; la
insurgencia, con recursos inagotables para la guerra; el Estado con sus “Planes
Colombia y Patriota” y los narcoparamilitares aprovechando en forma oportunista
todo lo anterior. Por eso, hemos terminado enredados en una maraña de
violencia, ilegalidad y corrupción, pagando con innumerables muertos una guerra
perdida. Tal es el nudo del narcotráfico que, al menos desde el gobierno de
López Michelsen, a través de la llamada “ventanilla siniestra” del Banco de la
República, se encuentra inextricablemente unido a la política y la economía
nacional de las más variadas e inimaginables formas, siempre dinámicas y
mutantes. Es un nudo sangriento que se empezó a tejer hace varias décadas. Sus
puntadas iniciales fueron dadas en Estados Unidos por Nixon[1] y
ahora están fuera de nuestro alcance, pues el entramado del prohibicionismo es
de carácter internacional, así como la poderosa economía criminal que él mismo
estimula.
El nudo ciego de la extradición
Al nudo político del
prohibicionismo pronto se agregó otro, el jurídico, con el Tratado de
Extradición entre Colombia y EE.UU. Y a éste se sumó, con su aplicación
forzada, después del magnicidio del ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla,
el más grave de todos: el nudo del narcoterrorismo con su violencia letal y la
corrupción política, que no cesan de causar
magnicidios, masacres, financiación de políticos y degradación del
conflicto armado interno. Al punto que para neutralizarlo transitoriamente, la
Asamblea Nacional Constituyente prohibió la extradición de colombianos por
nacimiento, como figuraba en el artículo 35, ya derogado, de nuestra Carta
política. Ahora este gobierno está desesperado por añadir otro nudo sangriento
y venenoso, el nudo irreversible del ecocidio, volviendo a fumigar nuestros
portentosos bosques con glifosato[2],
sin importar su doble devastación y el grave daño que causa a la salud de la
población campesina.
El prohibicionismo falaz y criminal
Todo ello, revestido de una
retórica tan grandilocuente como falaz: la lucha contra la criminalidad y el
“flagelo del narcotráfico”, en defensa de la “soberanía nacional” y la salud de
nuestros niños y jóvenes. Cuando los efectos de dicha guerra, librada desde
hace ya más de medio siglo, han sido precisamente todo lo contrario: el aumento
de la criminalidad –desde la institucional del proceso 8.000, la
narcoparapolítica, la narcoguerrillera y las casi invisibles narcofinanciera y
narcoempresarial— más la pérdida paulatina de la soberanía estatal. A tal
extremo, que hoy el gobierno nacional y la inmensa mayoría de colombianos han
olvidado que la primera función de un Estado soberano es el ejercicio de la
justicia y no su delegación a otro Estado, pues ello lo convierte
paulatinamente en una especie de protectorado, sometido a las exigencias del
Estado protector. Quizá por ello el embajador norteamericano considero lo más
normal invitar a los congresistas a desayunar y a los magistrados de la Corte
Constitucional a almorzar, para instruirlos acerca de sus funciones en relación
con las objeciones presidenciales a la ley estatutaria de la JEP. Luego canceló
visas a los magistrados indóciles, con la complacencia servil del presidente
Duque y su ministro de relaciones exteriores, quienes expresaron que respetaban
las decisiones soberanas propias de cada
Estado. Con tal beneplácito, terminaron reforzando el nudo ciego de la sumisión
y la humillación en política internacional. Es por todo lo anterior que,
mientras más se insista en ganar heroica y militarmente la guerra contra el
narcotráfico, más vidas se perderán y más nos hundiremos en el campo cenagoso de
la corrupción, la depredación de nuestra biodiversidad, la dependencia
neocolonial y la vorágine de violencia y codicia sin límites, que alimenta a
todos los narcodependientes: el gobierno nacional, la insurgencia, los
narcoparamilitares, los Estados Unidos de Norteamérica y su parafernalia de
instituciones como la DEA, CIA, además de las redes financieras, empresariales
y comerciales nacionales e internacionales dedicadas al lucrativo blanqueo. Sin
duda, el crimen paga muy bien y en todos los ámbitos, desde el muy legal de la
frondosa burocracia dedicada a su persecución hasta el semiilegal de la producción
e importación de insumos químicos –al que se dedicó el “accidentalmente”
fallecido Pedro Juan Moreno, mano
derecha del entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez— y
obviamente enriquece a quienes se
asocian con los capos para sus exitosas carreras políticas y empresariales.
Esas son las consecuencias del prohibicionismo y sus maniqueos promotores: “el
camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.
Los nudos a desatar
Para empezar a desatar semejantes
nudos gordianos, habría que comenzar por reconocer dos verdades que, por lo
evidentes, son sistemáticamente negadas y ocultadas. La principal, es que la
primera baja en toda guerra --como reza
el refrán inglés-- es la verdad y con ella la identidad del
enemigo. Y la verdad que nos falta reconocer es que la guerra contra el
narcotráfico se libra en el campo de batalla equivocado y contra un enemigo
invencible. Nunca se va a ganar fumigando la naturaleza y declarándola ilegal
–sea la marihuana, la coca o la amapola-- pues el campo de batalla en donde
realmente se libra dicha “guerra”, donde ella se gana o se pierde, es en la
mente de los millones de consumidores que demandan la droga para poder vivir.
Es allí donde debe librarse, en esa insaciable demanda que estimula una oferta
creciente. Y las armas para ganarla no son principalmente las militares, ni las
policivas o las judiciales, sino unas más complejas y diversas, de orden
cultural, educativo, preventivo y existencial, aquellas que dotan de valor y
sentido la propia vida de cada persona y el conjunto de una sociedad. Por eso
la identidad del auténtico enemigo no es el narcotraficante, apenas un chivo
expiatorio del prohibicionismo, que estimula su ambición capitalista y su
violencia criminal. Bien lo señaló Milton Friedman, premio nobel de economía de
1976, "si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista
estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las
drogas. Eso es literalmente cierto", puesto que aumenta sideralmente sus
ganancias. Por eso, la absurda guerra
contra las drogas ha terminado convirtiendo en su principal enemigo a la
naturaleza (“la mata que mata”) y a la propia humanidad, aquella que “no puede
soportar tanta realidad”, según el poeta T.S Eliot, y recurre desde tiempos inmemoriales
al consumo de drogas socialmente toleradas y promovidas como el licor,
debidamente regulado, que nos permite sobrellevar ese peso agobiante en
rituales periódicos de alegría y evasión. Seguramente por ello, hoy en ocho
Estados norteamericanos el uso de la marihuana recreacional es legal: Alaska,
California, Colorado, Washington, Massachusetts, Nevada, Oregon y Washington
D.C. Así se va desatando el nudo del consumo asociado a la criminalidad, la
clandestinidad, la ilegalidad y las ganancias de unos pocos. Pero sobre todo,
se va aflojando el nudo más recóndito y originario, que es esa mentalidad
conservadora, represiva y autoritaria que teme el ejercicio de la libertad
personal de los adultos, a quienes niega de entrada su dosis mínima de responsabilidad,
y los somete a multas y castigos, estigmatizándolos como criminales y
degenerados, que deben ser condenados al escarnio público y a tratamientos
regeneradores. Paradójicamente, es esa mentalidad “virtuosa” la que termina
haciendo más daño político, social y ecológico, al punto que considera el
glifosato y la extradición como sus principales armas. Esa mentalidad maniquea,
de los “buenos ciudadanos” contra los “malos”, es la que niega la segunda
verdad evidente: el narcotráfico en nuestra sociedad es mucho más que un delito
conexo al político, es una actividad inmersa en la política, al menos desde la
campaña presidencial de 1982, como lo reconoció con cínica lucidez Alfonso
López Michelsen en entrevista con Enrique Santos Calderón en su libro “Palabras pendientes. Alfonso López
Michelsen”:
“Posteriormente,
cuando terminaron las elecciones, en las que participaron como candidatos,
además de mi persona, Belisario Betancur y Luis Carlos Galán, se nombró una
comisión investigadora sobre el ingreso de los llamados dineros calientes a las
campañas, comisión que absolvió de culpa a los tres grupos. Lo cual no
resultaba muy afortunado, porque se examinaron las cuentas de Bogotá y, por
ejemplo, las de Belisario funcionaban en Antioquia. Su tesorero era Diego
Londoño, que después trabajó como gerente del metro de Medellín, y que tenía
relaciones muy cercanas con Pablo Escobar. Hoy se encuentra preso. Pero, del
otro lado, está también el caso de Rodrigo Lara Bonilla, que es aún más
impresionante porque la mafia le metió un cheque que a la postre le costó la
vida” (Santos,
2001, p.142).
De tal suerte que si se pudiera
extraditar a todos los políticos relacionados directa o indirectamente con el
narcotráfico –obsesión actual del presidente Duque y su partido el Centro
Democrático— probablemente el escenario político nacional no tendría
protagonistas y quedara semivacío, empezando por el “presidente eterno”, que
está en deuda de explicar y responder a todos los colombianos cómo siendo
Director Nacional de la Aeronáutica Civil se expidieron tan numerosas
matrículas a aeronaves de narcotraficantes y de licencias a pistas de aterrizaje
privadas, desde las cuales salieron toneladas de cocaína para Estados Unidos.
Licencias que fueron canceladas posteriormente por decisión del entonces
ministro de justicia, Lara Bonilla. Bien lo expresó Sartre: “Nada es más
respetable que una impunidad largamente tolerada”. Y habría que agregar: más
perturbador, decadente y mortal para cualquier sociedad.
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