¿HACIA UNA PAZ DEMOCRÁTICA?
Hernando Llano Ángel
Una coyuntura de verdad
Para empezar, habría que decir que estamos viviendo una coyuntura de verdad, en tanto las conversaciones de La Habana entre el gobierno y las Farc tienen la doble connotación de revelarnos las fracturas profundas de nuestro régimen político, las llagas purulentas de la corrupción y las heridas sangrantes de sus víctimas, así como las capacidades y limitaciones de sus protagonistas y antagonistas para identificarlas, subsanarlas y eventualmente superarlas. Si deparamos en “El Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, encontramos en él una esclarecedora revelación de dichas fracturas y los complejos desafíos que entraña superarlas. Por eso, desde el comienzo, ambas partes reconocen que:
-“La construcción de la paz es un asunto de la sociedad en su conjunto que requiere de la participación de todos, sin distinción.
-El respeto de los derechos humanos en todos los confines del territorio nacional es un fin del Estado que debe promoverse.
-El desarrollo económico con justicia social y en armonía con el medio ambiente, es garantía de paz y progreso.
-El desarrollo social con equidad y bienestar, incluyendo las grandes mayorías, permite crecer como país.
-Una Colombia en paz jugará un papel activo y soberano en la paz y el desarrollo regional y mundial;
-Es importante ampliar la democracia como condición para lograr bases sólidas de la paz”.
Para ello, acordaron seis grandes puntos, y hasta el momento han alcanzado compromisos históricos, aunque parciales, en los dos primeros, que constituyen las llamadas causas objetivas y subjetivas del conflicto armado interno: la propiedad y uso de la tierra y el ejercicio del poder político.
¿Del dicho al hecho un trecho de sangre?
Pero no obstante tan significativo avance, ambas partes siguen atrapadas en la lógica de la guerra, subordinando la salida política a la incertidumbre de la violencia y el crimen, como en forma alarmante y obscura lo ha revelado el anunció del ministro de defensa de la presunta preparación y planeación de un atentado mortal por parte de las FARC contra el expresidente Uribe y el Fiscal General de la Nación, Eduardo Montealegre. Más allá de la especulación sobre la veracidad o no de tan grave como repudiable acción criminal, de la ausencia o no de mando al interior de las FARC y de la implicación del narcotráfico, punto que próximamente abordarán, lo que está claro es que dicha noticia ha causado el mayor daño a todo el proceso, pues ha dado directamente en su corazón al lesionar mortalmente la confianza entre la partes y de los colombianos en la palabra y la coherencia de las FARC.
Todo lo acordado en el segundo punto sobre la Participación Política, pero especialmente en su primer numeral: “Derechos y garantías para el ejercicio de la Oposición política en general” y su correlato institucional: “un sistema integral de seguridad para el ejercicio de la política. Dicho sistema se concibe en un marco de garantías de derechos, deberes y libertades, y busca asegurar la protección de quienes ejercen la política sobre la base el respeto por la vida y la libertad de pensamiento y de opinión”, volaron por el aire dinamitadas con la sola noticia del presunto atentado. Así lo advirtió el mismo Humberto De La Calle: “una hipótesis como esta que proviene de fuentes de inteligencia es inaceptable y destruiría por completo la viabilidad del proceso”.
La paz es confianza
De allí, que al reanudarse el próximo ciclo de conversaciones, la responsabilidad de las FARC es crucial para evitar que ello acontezca y le tocará restablecer la confianza no con palabras sino con hechos. Porque la confianza es el tiempo en que se mide la paz y la coherencia entre las palabras y las acciones es lo único que la hará posible. De lo contrario la distancia entre lo dicho --lo acordado sobre Participación Política— y lo hecho --la confrontación militar y los atentados criminales— ahogaran en sangre el proceso actual. Con mayor razón en una coyuntura electoral como la actual, donde según Alejandra Barrios, directora de la Misión de Observación Electoral (MOE), en la revista Semana que circula: “En Colombia cada dos días se produce un hecho de violencia política. El 85 por ciento corresponde a amenazas, el 8 por ciento a atentados, el 5 por ciento a homicidios y el 1 por ciento a secuestros. Según el análisis, de 314 hechos de violencia política registrados en los dos últimos años, los departamentos con más atentados son Caquetá, Tolima, Huila y Antioquia. Esos departamentos coinciden con la presencia de actores armados ilegales, como la guerrilla de las Farc y Bacrim. Hay una lucha territorial por el poder, la política local y las tierras”.
Tanto el gobierno como las Farc tienen la responsabilidad de garantizar que en las próximas elecciones se puedan contar las cabezas en las urnas sin amenazas y evitar a toda costa que se sigan cortando y cavando más tumbas. Para ello es imperioso que trasladen lo acordado en el papel a la realidad, por ejemplo, poniendo en práctica compromisos como los asumidos en el segundo punto de Participación Política: “se acordó establecer medidas para garantizar y promover una cultura de reconciliación, convivencia, tolerancia y no estigmatización lo que implica un lenguaje y comportamiento de respeto por las ideas, tanto de los opositores políticos como de las organizaciones sociales y de derechos humanos. Para tal efecto, se prevé el establecimiento de Consejos para la Reconciliación y la Convivencia tanto en el nivel nacional como en los territoriales con el fin de asesorar y acompañar a las autoridades en la implementación de lo convenido”.
Con mayor razón ahora con el anuncio del regreso de candidatos de la Unión Patriótica a la arena política y la eclosión de nuevos movimientos que cubren todo el espectro político, desde la derecha Uribista, el centro reformista y la izquierda progresista. Seguramente que lo anterior, además del acompañamiento de la MOE, requerirá de presencia internacional, para dar más confianza y garantías a todas las partes. De avanzarse por dicha senda, incierta y peligrosa en medio del conflicto armado, estaríamos transitando hacia una paz democrática, pues como bien lo expresó Robert Dahl: “La democracia comienza en el momento –que llega después de mucho luchar—en que los adversarios se convencen de que el intento de suprimir al otro es mucho más oneroso que convivir con él”. Un consejo que bien valdría la pena tuvieran en cuenta tanto las Farc como Uribe, además del gobierno, para por fin comenzar la transición hacia la democracia y hacer realidad el principal objetivo del acuerdo sobre la Participación Política que, según palabras de Sergio Jaramillo, alto comisionado para la Paz: “tiene que ver con un pacto fundamental en la sociedad: nunca más política y armas juntas. Es un pacto de doble vía: los que están en armas dejan de usarlas y juegan con las reglas de la democracia; y el Estado asegura que ni ellos ni en general quienes están en la política serán objeto de la violencia. Hay que dignificar la política para construir la paz”.
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