LA PAZ EN COLOMBIA: MÁS ALLÁ DE LAS VÍCTIMAS Y LOS VICTIMARIOS
POR UNA POLITICA CIUDADANA SIN VENCEDORES NI VENCIDOS[1]
POR UNA POLITICA CIUDADANA SIN VENCEDORES NI VENCIDOS[1]
Hernando Llano Ángel.[2]
Presentación
Estas notas se proponen motivar una reflexión sobre el más complejo y traumático mundo existente, aquel que es producto de las relaciones entre las víctimas y los victimarios, en el marco del actual conflicto colombiano, tomando a la política como hilo de Ariadna para intentar salir del laberinto de terror en que se encuentra extraviada la sociedad colombiana.
Un laberinto que ha cobrado la vida, según el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión de Reparación y Reconciliación Nacional, al menos de 14.660 colombianos entre 1982 y 2007, período en que se ejecutaron 2.505 masacres rigurosamente documentadas y verificadas. Una sociedad en la que han sido asesinados, entre el año 2002 y 2007, 2.674 sindicalistas, bajo un gobierno que se ufana nacional e internacionalmente del éxito de su política de “Seguridad Democrática”. Una política de “seguridad” que en su guerra contra el terrorismo, generó el año pasado la mayor crisis en la historia de la depuración de altos oficiales en el Ejército colombiano, pues el presidente Uribe destituyó 25, entre ellos 3 Generales, 11 Coroneles, 3 Mayores, 1 Capitán y 1 Teniente por sus graves responsabilidades en más de 1.000 ejecuciones sumarias o asesinatos de civiles (eufemísticamente llamados “falsos positivos”) en cumplimiento de la política de “seguridad democrática”.
Por todo lo anterior, la intuición principal que guiará esta reflexión es muy sencilla, pues no es otra que la de propugnar por el rescate de la política desde una perspectiva ciudadana, ajena por completo a la obcecación de los vengadores, sólo obsesionados con la derrota y la humillación de su enemigo, así utilicen como coartadas la “seguridad democrática”, la “Revolución social” o la “Refundación de la Patria”.
Es decir, una política democrática que supere el falso dilema de la existencia inevitable de vencedores y vencidos y lo reemplace por el de ciudadanos responsables que rotundamente repudian cualquier actor que se valga de la violencia contra civiles como título de legitimidad y estrategia de gobernabilidad, independientemente de los argumentos que esgrima para su ejercicio.
El Poder de la Autonomía Civil frente a la revancha de los Vengadores
Una perspectiva profundamente civilista, situada más allá de todo cálculo estratégico, bien sea que éste se despliegue en la arena electoral para vencer a un adversario en las urnas o en el campo de batalla para derrotar a un enemigo en la guerra. Esta intuición parte de una concepción de la ciudadanía en clave republicana, pues considera que sólo merecerá el título de ciudadano y ciudadana quien sea capaz de construir con otros, diferentes a él, no tanto por su alteridad existencial sino sobre todo por su pluralidad de identidades, un orden político y social que respeta y promueve la dignidad humana mediante relaciones sociales estimuladas por la deliberación, el debate y la cooperación, en un horizonte normativo agonal que excluye la violencia como fuente o instrumento capaz de forjar legitimidad política.
Dicha ciudadanía es aquella capaz de forjar una práctica del poder político cuya matriz generadora se encuentra en la civilidad de la palabra, el debate público y la concertación autónoma de la acción social, como lucidamente lo definiera Hannah Arendt en su texto “La condición humana”, en los siguientes términos:
“El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los hechos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”.
Porque es justamente cuando se da este divorcio entre la palabra y la acción, que surge el espacio para la aparición de las víctimas, condenadas al silencio del miedo y los gritos de espanto y dolor como preámbulos de su muerte o desaparición forzada por la acción devastadora y arrasadora de los actos violentos de sus verdugos, que han sustituido las palabras por proyectiles y los argumentos por golpes.
Tal es el escenario que predomina en Colombia desde hace más de medio siglo, con el agravante de que las palabras y el discurso han servido como coartada para el ejercicio de la violencia por parte de todos los actores, hasta llegar hoy al paradójico extremo de pretender negar mediante la palabra y las leyes la existencia de la misma violencia, como sucede con la postura oficial del presidente Uribe al no reconocer el conflicto armado interno en Colombia, para así soslayar ladinamente la plena aplicación de los principios y normas del Derecho Internacional Humanitario (DIH), cuyo fin primordial es evitar o aminorar al máximo el sufrimiento de las víctimas. Por su obstinación en desconocerlo, es que cada día el conflicto se degrada más y aumenta el número de víctimas civiles, al punto que hoy Colombia ostenta el más alto número de personas despedazadas por las minas antipersona “quiebrapatas” (en promedio 2 diarias); la mayor población desplazada en el continente americano, cerca de 3 millones, y el año pasado, 2008, alcanzó el ignominioso record del mayor número de sindicalistas asesinados, con 39 víctimas.
De allí la importancia de ese principio fundacional sobre el cual descansa todo el edificio humanitario, como es la distinción meridiana entre población civil y combatiente, que la denominada política de “seguridad democrática” se niega a reconocer en la práctica mediante el impulso de estrategias como la red de civiles cooperantes con la Fuerza Pública y el pago de cuantiosas recompensas por informaciones que conduzcan a la captura, desarticulación, descuartizamiento o muerte de terroristas. Los resultados saltan a la vista, aunque se trate de banalizarlos con eufemismos como los llamados falsos positivos en lugar de llamarlos por su nombre: asesinatos o ejecuciones sumarias.
Victimización Recíproca u Horizontal
No obstante lo grave de tan alto número de víctimas, derivadas en gran parte por la aplicación exitosa de la seguridad democrática, hay que reconocer que el número es tan escandaloso y escabroso en Colombia porque las víctimas del pasado suelen convertirse en los victimarios del presente, a tal extremo que sus identidades y roles se intercambian, pues cada actor violento se reconoce ante todo como víctima y casi nunca como victimario. Razón tenía Simone Weil, en su libro “La verdad y la Gracia”, cuando señaló:
“La ilusión constante de la revolución consiste en creer que las víctimas de la fuerza, por ser inocentes de las violencias que se producen, si se pone en las manos su fuerza la manejaran con justicia. Pero -salvo las almas que están muy próximas a la santidad- las víctimas están manchadas por la fuerza de los verdugos.
El mal que está en la empuñadora de la espada se transmite por la punta. Y las víctimas, así colocadas en la cumbre y embriagadas por el cambio, hacen tanto mal o aun más y luego vuelven a caer rápidamente”.
Tal podría ser la parábola trágica de la guerrilla colombiana, especialmente de las FARC, cuando hoy se ensaña cruelmente contra miembros de la comunidad indígena AWÁ, o cuando pretende hacer del secuestro prolongado de civiles y miembros de la Fuerza Pública, cautivos en condiciones más degradantes que las de Guantánamo, una supuesta táctica de lucha revolucionaria.
Al respecto, no está demás citar las siguientes palabras de Manuel Marulanda Vélez[3], más conocido como Tirofijo, en la instalación en el Caguán el 7 de Enero de 1999 del fallido proceso de paz con Pastrana: “Huyendo de la represión oficial nos radicamos como colonos en la región de Marquetalia (Tolima), donde el Estado nos expropió fincas, ganado, cerdos y aves de corral, extendiendo esta medida a los miles de compatriotas que no compartían la política bipartidista del Frente Nacional. De paso, le cerraron las puertas a nuevas corrientes políticas en vía de crecimiento, convirtiendo las elecciones en una maquinaria excluyente sólo para beneficio del bipartidismo liberal-conservador, quienes eran los únicos que podían elegir a sus representantes, porque así "lo consagraba la Constitución".
Más adelante afirma: “Ante la inminencia de la agresión gubernamental estos 48 hombres se dirigieron al propio presidente, al Congreso, a los gobernadores, a la Cruz Roja Nacional e Internacional, a la Iglesia, a las Naciones Unidas, a los intelectuales franceses y demás organizaciones democráticas para que impidieran el comienzo de una nueva confrontación armada en Colombia con imprevisibles consecuencias. Desafortunadamente nadie nos escuchó, salvo la Iglesia, ya que comisionó al sacerdote Camilo Torres Restrepo para que se entrevistara con nosotros, pero los altos mandos militares se lo impidieron. A los pocos días empezó el gigantesco operativo con 16.000 hombres del Ejército que utilizaron toda clase de armas, incluso bombas bacteriológicas lanzadas por aviones piloteados por expertos militares gringos, y sólo ahora, después de 34 años de permanente conformación armada, los poderes y la sociedad comienzan a darse cuenta de las graves consecuencias del ataque a Marquetalia. En aquel entonces esos 48 campesinos solamente exigían la construcción de vías de penetración para sacar sus productos agrícolas, un centro de mercadeo y unas escuelas para educar a sus hijos, lo que implicaba del Estado una inversión no superior a cinco millones de pesos.”
Es por ello que las víctimas adquieren hoy, más allá de la verdad de su dolor, un valor ontológico y gnoseológico, pues son parte constitutiva de la realidad. Sus voces, memorias e historias tienen que ser recuperadas e incorporadas al presente, ya que sin ellas la realidad nunca será completa, nunca será verdad. Incluso podría afirmarse que en la medida en que una sociedad se empeña en negar y desconocer a las víctimas, éstas trágicamente se van mutando hasta convertirse en los más crueles vengadores de esa sociedad indolente e indiferente. Aquí bien vale la pena parafrasear a Pascal y afirmar que en la exclusión no sólo está el error, sino algo peor: el horror.
De allí que sea imprescindible no sólo escuchar a todas las víctimas, sino además contar con ellas. Sólo así se podrá algún día compartir una realidad política común donde no existan víctimas que posteriormente se transforman en implacables vengadores, como ha venido sucedido en Colombia a partir de la década del 80 con la aparición de los grupos paramilitares, posteriormente convertidos en AUC, según la siguiente versión de uno de sus principales protagonistas, Salvatore Mancuso, expuesta en el mismo Congreso de la República:
“Reafirmo aquí, en la cuna de las Leyes y en el templo de la Democracia, que el compromiso patriótico de las AUC, por salvaguardar una Colombia libre, digna, segura y en paz, sigue en pie, como lo reclaman millones de colombianos honestos y de buena voluntad, amantes de la libertad que confían en nuestro movimiento nacional antisubversivo, y han depositado la defensa de su seguridad en nosotros.”
De esta forma, se ha venido configurando en Colombia lo que el investigador Iván Orozco Abad en su libro “Sobre los límites de la conciencia humanitaria. Dilemas de la paz y la justicia en América Latina”, denomina acertadamente “la victimización horizontal bidireccional” para referirse a aquellos procesos donde dos o más partes de un conflicto armado se victimizan recíprocamente bajo condiciones carentes de claridad en lo relacionado con la justicia, no solo desde el punto de vista del ius in bello, sino también del ius ad bellum”.
Derecho a la guerra que ambas o todas las partes tratan de legitimar y justificar ante la sociedad, en unos casos por la intolerable presencia de un Estado protector de aberrantes privilegios sociales ( “en Colombia el 10% más rico de la población concentra el 46.5% de los ingresos del país, al mismo tiempo dicho ingreso es tres veces superior al obtenido por el segundo 10% de las personas catalogadas como ricas, con lo que se concluye que un estruendoso 62.3% del ingreso está en manos del 20% de la población colombiana”) Y en otros casos, por la ausencia o ineficacia del Estado para garantizar la vida y la libertad de ese 20% de la población, que es víctima frecuente de extorsiones y secuestros, al punto de situar a Colombia en el deshonroso primer puesto del mundo con civiles secuestrados.
Concentración del ingreso que en el régimen de propiedad de la tierra alcanza niveles aberrantes, pues según el economista e investigador Ricardo Bonilla González, en su ensayo “Pobreza, estructura de propiedad y distribución del ingreso”, en Colombia “la mayor proporción de propietarios (55.6%) y de predios (56.8%) tienen una estructura de micro y minifundios menores de 3 hectáreas y disponen del 1.7% del territorio registrado catastralmente; y un grupo de 2.428 propietarios, públicos y privados poseen el 53.5% del territorio reseñado, es decir, 44 millones de hectáreas, para un promedio de 18.093 hectáreas por propietario o un territorio seis mil veces más grande que el minifundio de 3 hectáreas en el que viven 2.2 millones de hogares colombianos”.
Como consecuencia de semejante injusticia, concluye el citado investigador, “la pobreza rural es la más dramática e inaudita de nuestro país, en ella se clasifica el 81.3% de la población, canasta vieja, al 90.4% canasta nueva, o el 68.2% en los cálculos más recientes de la Misión de pobreza. En el mejor de los casos, ello implica que hay al menos 8.2 millones de habitantes del campo que viven en situación de pobreza, mientras 3.3 millones califican en la pobreza extrema o indigencia. Lo tremendamente inaudito es encontrar que en la gran despensa alimenticia de Colombia, 3.3 millones de personas se encuentran por debajo de la línea de hambre”.
Semejante panorama de injusticias e iniquidades, es lo que ha venido retroalimentado una simbiosis perversa entre el crimen y la política, que como bien lo dejará planteado Albert Camus en su controvertido ensayo “El hombre rebelde”, se puede hoy citar perfectamente para comprender la encrucijada histórica que vive Colombia:
“… A partir del momento en que por falta de carácter corre uno a darse una doctrina, desde el instante en que se razona el crimen, éste prolifera como la misma razón, toma todas las figuras del silogismo. Era solitario como el grito; helo ahí universal como la ciencia. Ayer juzgado, hoy legisla”.
En efecto, hoy en Colombia no sólo legisla, sino que incluso gobierna esa simbiosis entre el crimen y la política, como lo pone cada día de presente una serie de escándalos e investigaciones macabras, como la de los llamados “falsos positivos” y ahora las ilegales interceptaciones telefónicas del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), adscrito directamente a la Presidencia de la República, en gran parte realizadas a magistrados de la Corte Suprema de Justicia que investigan numerosos políticos de la coalición de gobierno relacionados con el paramilitarismo y las Autodefensas Unidas de Colombia (A.U.C) y a periodistas que han venido desentrañando tan macabra maraña, como es el caso de Hollman Morris y sus investigaciones sobre los asesinatos de líderes de la comunidad de Paz de San José de Apartado.
Para comprender la forma como se ha tejido la urdimbre de esa trama de gobernabilidad e impunidad, es pertinente recordar la declaración de Salvatore Mancuso en el noticiero de televisión de la Radio Cadena Nacional (R.C.N), donde relató la reunión sostenida con el senador Mario Uribe en el 2002, para promover una estrategia de paz con el Gobierno central. Una semana después el presidente Uribe ordenó la extradición de Mancuso a Estados Unidos para que fuera juzgado por narcotraficante, y no continuará desenredando esa madeja de la alianza estratégica del crimen con la política en que se ha convertido la gobernabilidad de Colombia.
Según la anterior declaración, Mancuso contactó al Senador Mario Uribe, primo segundo del presidente Álvaro Uribe, para iniciar los trámites de la que posteriormente se conocería como la ley de “Justicia y Paz”. Una ley que no es de Justicia y tampoco de paz, producto de una compleja y difícil negociación entre los cabecillas de las AUC y el Ejecutivo, que ha terminado por dejar insatisfechas a todas las partes, pero especialmente a las víctimas, en la medida que no cumple con los tres criterios universalmente reconocidos de verdad, justicia y reparación.
Hoy la verdad está casi totalmente extraditada, pues 14 de los máximos cabecillas de las AUC fueron enviados a los Estados Unidos, donde están siendo procesados por narcotráfico y no por sus crímenes de lesa humanidad. Así se escamotea el conocimiento de quienes desde sus posiciones de privilegio económico y social o de responsabilidad gubernamental, auspiciaron económicamente o fomentaron por omisión de sus deberes oficiales el crecimiento del paramilitarismo y su desenfrenada acción criminal.
Mucho menos hay justicia, pues además de la benignidad de las penas, que oscilan entre 5 y 8 años de cárcel, para crímenes de lesa humanidad, el mismo presidente Uribe se enfrentó a las altas Cortes cuando estas dejaron sin fundamento y aplicación legal la tipificación del delito político de sedición a quienes hubiesen cometido tales crímenes, desafiando así el dictamen del Presidente sobre el alcance de la ley 975 de 2005 de buscar: “tanta justicia como fuere posible, y tanta impunidad como fuera necesaria”. Por último, sin verdad y sin justicia nunca habrá reparación, por cuantiosa que sea la indemnización económica a favor de los sobrevivientes de la víctima.
Por todo lo anterior, es que no cabe hablar de una justicia transicional en Colombia, sino más bien de una justicia transaccional. Una justicia que transa penas benignas a favor de criminales de lesa humanidad, con el propósito central de simular justicia, pretendiendo así evadir una futura intervención de la Corte Penal Internacional, que todo parece indicar se dará inevitablemente al cabo de los años, pues ninguna realidad judicial y mucho menos política puede soportar tan elevados niveles de impunidad e ilegitimidad.
De allí que sea un disparate total comparar el proceso actual de la mal llamada ley de “Justicia y Paz” con lo sucedido en Sudáfrica, donde la reconciliación eliminó el apartheid, fuente de discriminación y victimización de la mayoría de la población negra, reconociéndole así sus plenos derechos y el poder de gobernar. En Colombia está sucediendo todo lo contrario, pues bajo la ley 975 –que no puede denominarse de “justicia y paz”- estamos asistiendo a un tratamiento benevolente dado a criminales privilegiados para afianzar aún más un régimen económico y social al servicio de privilegios criminales, que requieren para su defensa y sostenimiento incluso de la legitimación política del crimen.
En palabras concluyentes de Iván Orozco Abad, se trataría de la “legalización de una brutal contra-revolución narco-conservadora. Ironía de la historia”, pues ésta fue propiciada y afianzada por los excesos y el desconocimiento flagrante del DIH por parte de quienes pretendieron hacer la revolución en Colombia.
[1] - Texto presentado en la inauguración del XXVII Curso de Derechos Humanos en el Colegio de Abogados de Cataluña, el 4 de Marzo de 2009.
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