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Agosto 27 de 2008
Des(h)echos políticos y criminales
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Agosto 27 de 2008
Des(h)echos políticos y criminales
Hernando Llano Ángel.
No son los fétidos y mortales desechos hospitalarios que todos los días asedian nuestras ciudades y campos, como residuos de una guerra sin fin y sin límites, la mayor amenaza para la salud pública de la Nación. Son los des(h)echos políticos y criminales, que vanamente trata de minimizar o justificar el presidente Uribe, la mayor amenaza para la salud y la existencia de la República. Los desechos hospitalarios pueden ser incinerados y reducidos a cenizas inofensivas. Los des(h)echos presidenciales, constituidos por hechos políticos y criminales, no pueden ser fácilmente incinerados y desaparecidos. Su materia prima es inextinguible e inocultable. De ello dan fe las miradas atentas y escrutadoras del Fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo y del Juez de la Audiencia española, Baltasar Garzón, fijadas en los restos de las víctimas halladas en las fosas comunes de Urabá.
Entre fosas comunes y tierra ubérrima
Ese ubérrimo territorio estuvo bajo la jurisdicción del gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, entre 1995 y 1997, cuando era un promotor tan entusiasta de las Cooperativas de Seguridad “Convivir”, que el entonces Senador conservador Fabio Valencia Cossio se atrevió a denunciarlo como “auspiciador del paramilitarismo por el incremento de los homicidios en un 387%”, según aparece en la edición de “El Tiempo” del 30 de agosto de 1995 en su página 6A.[1] Es probable que ahora el ministro no recuerde tan valiente denuncia, pues ya ni siquiera la memoria reciente le sirve para acordarse de que intercedió ante el Fiscal Mario Iguarán para que le aceptara la renuncia a su hermano Guillermo León Valencia y no lo destituyera por sus amables tratos y valiosos servicios prestados al narcoparamilitarismo en Antioquia.
Tampoco se puede olvidar que ese territorio, donde alternan macabramente las plantaciones de banano y las fosas comunes, estuvo bajo el diligente y eficaz mando del General Rito Alejo del Río, justamente condecorado por el Gobernador Uribe como “Pacificador de Urabá”. General llamado a calificar servicios por el presidente Andrés Pastrana, bajo la implacable presión del Departamento de Estado norteamericano, como condición previa para el desarrollo del Plan Colombia, que exigía la depuración de los vínculos de altos oficiales con el paramilitarismo. Vínculos que hoy se conocen plenamente gracias a testimonios de comandantes ex paramilitares, como Salvatore Mancuso y Ever Veloza o “H.H.”. Según dichas versiones libres, al menos “1.700 crímenes fueron perpetrados en Jiguamindó y Curvaradó, Vigía del Fuerte, Pavarandó, Cacarica, San José de Apartadó y Dabeiba, en la época aciaga en la que Del Río estuvo al frente de la Brigada XVII”, como lo informa la Revista Cambio en su reciente edición número 788. Pero la Fiscalía de Luis Camilo Osorio ordenó la preclusión de un proceso por promoción y fomento de grupos paramilitares, gracias a la decisión del entonces Fiscal Delegado ante la Corte Suprema de Justicia, Guillermo Mendoza Diago, actual Vicefiscal, quien coincidencialmente acaba de concederle la libertad al ex senador Mario Uribe por ausencia de “graves indicios de responsabilidad” sobre sus relaciones con grupos paramilitares. No obstante la crueldad y el elevado número de masacres cometidas en dicho período, el General Rito Alejo del Río fue objeto de un homenaje de desagravio en 1999 en el Hotel Tequendama, siendo sus oferentes y oradores principales Fernando Londoño Hoyos y Álvaro Uribe Vélez. Con estos antecedentes, se comprende cabalmente el que uno de los primeros actos del presidente Uribe haya sido eliminar el Ministerio de Justicia y fusionarlo con el Ministerio del Interior o de la Política, bajo la dirección del impoluto e intachable abogado y comisionista de Invercolsa, Fernando Londoño Hoyos. Una jugada maestra de politización de la justicia y criminalización de la política.
Memoria Inextinguible
Semejantes hechos políticos y criminales son inolvidables e irreversibles, no son desechables, porque la memoria de las víctimas es perenne y se hereda de generación en generación. Esa memoria nunca podrá ser extraditada, tampoco negada o acallada económicamente por vía administrativa. Mucho menos podrá ser burlada, por más que invoque ahora el presidente Uribe el pasado ignominioso de Pablo Escobar, los Pepes y paramilitares, hoy relevados por conspicuos delegados de Don Berna que son bien atendidos en la misma Casa de Nariño. Pero también porque en la época en que Álvaro Uribe se desempeñó como director nacional de Aerocivil, las naves de Pablo Escobar surcaban impunemente el espacio aéreo nacional y Antioquia era su principal centro de operaciones. Ya desde entonces, Uribe era un experto en delegar la lucha contra el narcotráfico en subalternos como César Villegas, quien misteriosamente fue asesinado el 4 de marzo de 2002, un día antes de cumplir una entrevista con un funcionario de la Embajada norteamericana para “hablar, entre otros temas, sobre Uribe”.[2] No es posible, pues, deshacerse de tan funesto e inquietante pasado. No existe una técnica para eliminar tanto des(h)echo político y criminal. Todavía no se ha inventado la fórmula para borrar el pasado, aunque desaparezcan misteriosa y violentamente sus protagonistas, como también sucedió accidentalmente con Pedro Juan Moreno, ese leal e incondicional Secretario en su Gobernación de Antioquia, pero luego tan incómodo e insidioso con su “Otra Verdad” durante el primer período presidencial de Uribe.
En fin, como Uribe no puede ocultar y mucho menos deshacerse de ese pesado lastre de la vida nacional que es la simbiosis de la política con el crimen, de alguna forma también arrastrado por sus antecesores en la Presidencia, se las ha ingeniado para llevarlo impunemente e incluso para prolongarlo indefinidamente, como una especie de Sísifo infatigable, gracias a la fórmula de la “seguridad democrática”. Para ello ha contado con un aliado inestimable e impensable: la violencia y el terror de las FARC. No importa el costo que se tenga que pagar por su derrota, así implique el desmantelamiento de la República y la conversión de sus instituciones en un botín, todos los días expoliado por mercaderes y mercenarios, expertos en gobernar con estratagemas y falacias. Por todo ello, ya es casi imposible distinguir entre una asociación para delinquir y un partido político de la coalición gubernamental. Entre la Casa de Nariño y la oficina de Envigado.
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