De Belisario a Petro, la paz bombardeada
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La mayor paradoja de la política cuando se enfrenta a situaciones
límites, propias de la guerra, los conflictos armados internos y la
criminalidad organizada, es que la violencia letal se convierte en el factor decisivo.
Hernando Llano Ángel.
Resulta tentador realizar un
paralelo entre las presidencias de Belisario y Petro, pues ambas tienen en
común su obsesión por la paz y la ampliación de la democracia. Belisario la
postuló desde su discurso de posesión presidencial con su inconfundible estilo
lírico: “Levanto una bandera de paz para
ofrecerla a todos mis compatriotas. Tiendo mi mano a los alzados en armas para
que se incorporen al ejercicio pleno de sus derechos, en el amplio marco de
decisión que tomen las Cámaras. Les declaro la paz a mis conciudadanos sin
distinción alguna: ¡a esa tarea prioritaria me consagro porque necesitamos esa
paz colombiana para cuidarla como se cuida el árbol que convocará bajo sus
gajos abiertos a toda la familia nacional! … No quiero que se derrame una sola
gota más de sangre colombiana de nuestros soldados abnegados ni de nuestros
campesinos inocentes, ni de los obcecados, ni una gota más de sangre hermana.
¡Ni una gota más!”. Pero, lamentablemente, el 6 y 7 de noviembre de 1985 olvidó
tan vital deseo e imperativo presidencial y corrieron ríos de sangre en el
letal desenlace del Palacio de Justicia.
Algo semejante le acaba de
suceder al presidente Petro, pues su consigna central “Colombia, potencia mundial de la
vida”, ha sido olvidada al ordenar bombardear un destacamento
guerrillero en la selva del Guaviare, con un saldo de por lo menos de 15
menores de edad muertos. Sin duda, las circunstancias son muy diferentes, incomparables,
desde el punto de vista político y militar, pero en ambos casos los mandatarios
apelan a razones de Estado para justificar el resultado de sus decisiones.
Del Palacio
En el Palacio de Justicia,
Belisario lo hace argumentando que lo que
se “hizo fue para encontrar una
salida dentro de la ley, fue por cuenta suya, por cuenta del presidente de la
República”. Argumento falaz,
pues esa decisión la tomó Betancur no solo por fuera de la Constitución de 1886
en su artículo 121, sino también desconociendo las normas del Derecho
Internacional Humanitario, como bien lo señaló el entonces Procurador General
de la Nación, Carlos Jiménez Gómez, en su denuncia ante la Comisión de
Acusaciones de la Cámara de Representantes: “La
Procuraduría considera que el problema no puede plantearse primero legal que
políticamente; y, además, que el enfoque legal correspondiente, no es
propiamente el del Código Penal, sino el Derecho de Gentes y el Derecho
Internacional Humanitario (DIH)”.
Al Guaviare
En el bombardeo contra el
agrupamiento guerrillero del Estado Mayor Central de las Farc, Petro lo
justifica políticamente así: “Vuelvo a
insistir que no nos hemos salido del DIH en los bombardeos ordenados por mí.
Decir que se detengan los bombardeos cuando estamos dentro del DIH es de una
ingenuidad brutal”. Y agrega que los menores, al portar armas y estar
uniformados, se convierten en objetivos militares: “estamos hablando de menores de edad que fueron reclutados, integran un
grupo armado que han sido entrenados y que mantienen en ese momento un equipo
de armas y de intendencia para hacer la guerra”.
Tal es la mayor paradoja de la
política cuando se enfrenta a situaciones límites, propias de la guerra, los
conflictos armados internos y la criminalidad organizada, donde lo decisivo es
el uso de la violencia. Entonces los jefes de Estado ya no se pueden guiar
solamente por sus convicciones y lo que Max Weber denomina “ética de
principios”, sino también contando con la ética de la responsabilidad, so
pesando las consecuencias de sus decisiones, como en este caso lo expone el
presidente Petro. En efecto, la práctica criminal de Iván Mordisco de reclutar
menores los convierte en carne de cañón en desarrollo de las confrontaciones
armadas con la Fuerza Pública. Una consecuencia que trata de aminorar el
accionar de la Fuerza Pública, pues según las cifras presentadas en su
alocución presidencial del pasado 19 de noviembre[i],
se han recuperado 2.411 menores.
Ética de responsabilidad en acción
De alguna forma, esa ética de
responsabilidad es así sustentada en dicha alocución: “Quiero dejar aquí una idea y es que se dice que abandonemos el
bombardeo porque efectivamente hay riesgo, si abandonamos el bombardeo por la
razón de que los capos de los grupos armados reclutan niños para que no sean
ellos atacados, una actitud cobarde criminal, cobarde porque se protegen es con
menores de edad, como lo hemos visto ya, entonces ellos van a reclutar más
niños, porque saben, ya han entendido que entonces la forma de que no los
ataquemos con fuerza, que es la fuerza que nos da el bombardeo, como jefes que
son del narcotráfico en Colombia, es reclutar niños y sería un mensaje
contradictorio, en vez de reducir el reclutamiento como en este momento lo
llevamos respecto al año pasado, en menos 34 por ciento, aumentaría mucho más y
el riesgo de muerte de niños aumentaría y de menores en general combatientes”.
También le sucedió a Belisario
después del magnicidio del ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de
abril de 1984, ordenado por Pablo Escobar, en retaliación por la destrucción de
los laboratorios de cocaína en Tranquilandia[ii],
en los llanos del Yari. Entonces, justificó así su decisión de aplicar el
tratado de extradición: “Así mismo, a
pesar de mi renuencia inicial para acoger el Tratado de Extradición, suscrito
entre Colombia y Estados Unidos, por mis convicciones humanísticas y
democráticas, y mi acendrado sentido de la soberanía nacional, después de la
muerte del ministro Lara Bonilla, creí interpretar el sentir del país al
reconocer que el tráfico de narcóticos no tiene fronteras y que deben facilitarse
los medios para que, quienes incurran en él, sean juzgados en cualquier parte
del mundo donde los reclame la justicia”.
Así las cosas, teniendo en cuenta
la encrucijada mortal enfrentada por Belisario y Petro, tan parecidos en su
obsesión y voluntad política por alcanzar la paz y ampliar la democracia,
llegamos al menos a tres conclusiones insólitas e ineludibles:
La primera, que el telón de fondo
que impide avanzar en la consecución de la paz política es la imbricación de
numerosos grupos armados ilegales con el narcotráfico y rentas provenientes de
minerales críticos o “tierras raras”, que los provee de recursos ilimitados
para hacer la guerra.
La segunda, que esta simbiosis
criminal los despoja cada vez más de identidad política y de reivindicaciones
sociales que en el futuro puedan hacer valer en el mundo de la legalidad, pues
han perdido por completo su credibilidad y legitimidad ante la sociedad. Como
bien lo advirtió Belisario desde 1982: “En
la violencia que el narcotráfico ha engendrado, desde hace cerca de tres
lustros, no existe ningún designio social o político distinto al del súbito
enriquecimiento. Todo lo demás es cobertura o camuflaje, hábilmente manipulado
según las conveniencias y las alianzas”. Así lo han demostrado no solo los
grupos narcoparamilitares y narcoguerrilleros, sino también un entramado de
empresarios y políticos afines con las economías ilícitas, que han contado en
sus campañas políticas con sus generosos aportes y apoyos electorales.
Y, la tercera, que ambos
mandatarios tuvieron que enfrentar un establecimiento político y social tan
retardatario y cerril al cambio y la paz que les impidió avanzar en sus
principales reformas sociales, al punto que sigue siendo válida esta
caracterización de Belisario, aludiendo al imaginario Gaitanista del “País
Nacional y el País Político”:
“la prioridad del gobierno es empezar -y lo recalco, empezar tan sólo a que las dos naciones en combate se cohesionen y
se fundan, a que la expresión ciudadano colombiano tenga embrujo de porvenir y
no eco fantasmal de irrisión; a que expresemos nuestra colombianidad con orgullo; a que dejemos de ser federación de rencores y archipiélago de
egoísmos para ser hermandad de iguales, a fin de que no llegue a decirse de
nosotros la terrible expresión del historiador, de haber llevado a nuestra gente a que prefiera la violencia a
la injusticia”.
Objetivo que, igualmente, expresa
Petro en su discurso de posesión presidencial: “Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a
nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos
enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos
países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y
unida. Los retos y desafíos que tenemos como nación exigen una etapa de unidad y consensos básicos. Es nuestra
responsabilidad”. Una aspiración que se quedó, como sucedió con
Belisario, en el discurso, por circunstancias muy complejas, entre ellas su
liderazgo mesiánico y su descuido, cuando no desprecio, por el esfuerzo gris,
colectivo y coherente que demanda una eficiente gestión pública.
Una etapa que es imperiosa
comenzar y nos señala un horizonte que todos deberíamos tener presente en las
elecciones para Presidencia y Congreso en el 2026 y la mediática feria de
vanidades preelectorales en curso con cerca de 100 precandidaturas. De lo
contrario, seguiremos convirtiendo las urnas en más tumbas, como lo auguran
todos aquellos candidatos y candidatas que se proclaman salvadores de la Patria
en nombre de la “seguridad, el bien común” y hasta la “defensa de la
democracia”, coartadas con las que siempre han gobernado impunemente hasta el
presente, por eso abjuran del Estado Social de derecho y reclaman más
administración y menos política, haciendo de lo público su empresa privada.
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