Álvaro Uribe Vélez ¿entre el protagonismo y el ostracismo político?
Hernando Llano Ángel.
No deja de ser muy significativo
que el expresidente Álvaro Uribe haya decidido inscribir su nombre en el
renglón 25 de la lista cerrada que presentará el Centro Democrático (CD) para
el Senado en las elecciones del 8 de marzo de 2026 para el Congreso. Es obvio
que se trata de una estrategia electoral que busca arrastrar y obtener el mayor
número de senadores electos, pues el propósito del CD, como de todo partido, es
ganar y asegurar mayorías en el Congreso. Mucho más, cuando también el CD aspira
a ganar la Presidencia, lo que le garantizaría una amplia gobernabilidad al
Ejecutivo durante su cuatrienio. Semejante activismo político del expresidente en
el interludio de la apelación que resolverá el Tribunal Superior Penal de
Bogotá en los próximos días, presupone que tiene la certeza de la revocatoria a
su favor de la sentencia condenatoria proferida por la Jueza Sandra Liliana
Heredia Aranda. De lo contario, si el Tribunal la confirma, así dosifique la
pena, estará inhabilitado para inscribirse en la lista y aspirar a cargo
público alguno. Entonces estaríamos frente a una tensión paradójica entre la
justicia y la política. Mientras la primera lo condena y lanza al ostracismo,
la segunda lo requiere y reconoce como un actor protagónico decisorio en tanto
presidente vitalicio del CD cuenta con amplio respaldo de millones de
simpatizantes y potenciales electores. Es, pues, una figura de la cual depende
el éxito o fracaso electoral del CD y, en gran parte, el triunfo de la derecha y
sus eventuales aliados sobre el candidato que postulará la izquierda o un
hipotético Frente Amplio, con el padrinazgo del presidente Petro.
El ascenso de la criminalidad política
Detrás de esta paradoja se
encuentra un fenómeno más complejo que tiene relación con los vasos
comunicantes, unas veces visibles y la mayoría ocultas, entre la política, la
ilegalidad y el crimen. Una relación que dista mucho de ser nacional y tiene en
el orden internacional su máxima expresión con mandatarios como Trump,
Netanyahu y Putin, que representan el ascenso de la criminalidad a la cumbre
del poder estatal. Una criminalidad que se reviste de impunidad y está arrasando
con todos los principios básicos y las normas reguladoras del Derecho
Internacional Humanitario, como también con la Carta fundacional de las
Naciones Unidas de 1945[i]
; la Convención sobre la prevención y castigo del delito de genocidio de 1948[ii]
y la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados de 1969. En el
vecindario, los mayores exponentes son Daniel Ortega y Nicolas Maduro, por la
izquierda y por la derecha Nayib Bukele y Javier Milei. El que esta pléyade de
transgresores del derecho y el orden internacional procedan de tan diversas
vertientes ideológicas y proyectos económicos, nacionales y sociales tan
dispares, nos demuestra que las coordenadas de derecha e izquierda de nada
sirven, que son apenas coartadas y comodines para el ejercicio de un poder
político despótico, autocrático y megalómano, que todos ellos se arrogan en
nombre de la ciudadanía y sus respectivas naciones.
Y el colapso de la democracia
Por eso, para orientarse en el entreverado y
arrasado mundo de la política actual, cada vez con más similitudes a lo
sucedido en la década de los años treinta del siglo pasado con el ascenso de la
extrema derecha en muchas latitudes, es avizorar quiénes son los líderes más
diestros en manejar las pasiones, los miedos y los prejuicios, al tiempo que proclaman
ser los restauradores de sus naciones y hasta del orden mundial. Y una de las
pasiones más nefastas que estimulan magistralmente todos los anteriores es el
patriotismo y el nacionalismo agresivo, tras el cual millones de incautos ciudadanos
se galvanizan y unen, pues les insufla un sentimiento de superioridad y hasta
de sacrificio personal, como sucede actualmente en los conflictos de Rusia
contra Ucrania y de Israel contra el pueblo palestino, en los cuales casi todas
las normas del DIH se han desconocido y por consiguiente el mayor número de
víctimas mortales terminan siendo civiles. Y cuando ello repercute en el orden
interno de cada nación, la división y polarización entre patriotas y traidores,
ciudadanos y terroristas, paracos y mamertos, derecha e izquierda, como en
nuestro caso, la arena política se convierte en un campo de guerra anegado en
sangre. Por eso los precandidatos que hoy pregonan triturar o arrasar a sus
contrarios, más allá de cuál sea su procedencia partidista, se encuentran en el
lugar equivocado, están fuera del juego democrático. Igual que aquellos que
burlan las reglas del juego político y la legalidad, acostumbrados en violarlas
con habilidosos y costosos abogados, expertos en eludir la justicia a punta de
incisos y excepciones. Quizá el máximo criterio que deberíamos tener en cuenta
para votar en las próximas elecciones sea el de lanzar al ostracismo a todos
los candidatos que han realizado sus carreras haciendo alianzas o coaliciones
con aquellos sectores y actores que medran en la periferia de la ilegalidad,
con tenebrosos poderes de facto regionales y que tienen como máxima divisa
utilizar todos los medios a su alcance para alcanzar el triunfo en las urnas, así
se arropen bajo banderas como la seguridad, la libertad, la defensa de la democracia y hasta la
salvación de la patria. Basta mirar a Trump, Putin, Netanyahu, Ortega, Bukele,
Maduro y Milei. A los precandidatos que se inspiran en alguno o todos los
anteriores, ojalá les serviera de advertencia la condena que acaba de recibir
Jair Bolsonaro a 27 años de cárcel, ese adalid del “orden, la seguridad y la
ley”, que pretendió
seguir el ejemplo de Trump en Brasil y hoy cuenta con su complicidad contra la
economía y el pueblo brasileño.
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