Juan Manuel Santos y su
verdad sobre los “Falsos Positivos”
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Hernando Llano Ángel
La versión por más de dos horas del expresidente Juan Manuel Santos ante la
Comisión de la Verdad[1]
sobre las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del Ejército
Nacional entre 2006 y 2009, conocidos como “falsos positivos”, cuando tuvo bajo
su responsabilidad el Ministerio de Defensa, constituye un aporte histórico
trascendental. Trascendental no solo para la comprensión de la profunda
degradación del conflicto armado, sino especialmente para desentrañar las
siempre crípticas y oscuras relaciones entre el poder civil y el militar en la
cúpula del Estado colombiano. Unas relaciones especialmente estrechas y
crucialmente letales en desarrollo de la eufemística y criminal política de
“seguridad democrática”, ideada y ejecutada bajo el férreo e implacable
liderazgo del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, como Comandante Supremo
de las Fuerzas Armadas de la República[2],
según el numeral 3 del artículo 189 de la Constitución Política. De allí, el
curioso olvido del expresidente Santos de la Directiva 029 de 2005[3],
en su detallada y rigurosa presentación de los hechos, pues fue ésta la que
fijó los nefastos estímulos y recompensas que posibilitaron la ejecución de los más de 6.400 falsos
positivos que investiga la JEP[4].
Esta Directiva, firmada por el entonces ministro de defensa, Camilo Ospina, fue
literalmente la punta de lanza mortal que desató semejante sangría, todo ello
en cumplimiento de la política de “seguridad democrática”. Esta Directiva
institucionalizó como política de Estado y de gobierno las ejecuciones
extrajudiciales, una práctica vergonzosamente consuetudinaria durante todos los
gobiernos anteriores, que jamás se atrevieron a reconocer por escrito que era
rentable y encomiable asesinar a quienes el presidente de turno calificara como
enemigos del Estado. Antes se les denominaba “chusma”, “bandoleros”, luego
comunistas y desde 2002 se les denomina “narcoterroristas”, según el signo de
los tiempos. Y una vez promovida desde la cúspide del Estado esta cruzada “patriótica”,
poco importó la identidad de quienes fueron asesinados, pues eran vidas sin
valor. Bastaba que aparecieran con trajes camuflados y a su lado armas,
granadas y municiones, cuidadosamente dispuestas en un falso teatro de
operaciones militares. “Obviamente” tenían que ser “vidas sin valor”, de
jóvenes pobres de los barrios marginados, que bajo el engaño de empleo y buena
remuneración fueron conducidos a fosas comunes.
Más allá de la
responsabilidad moral
Todo esto lo reveló con detalles dramáticos el expresidente Santos, incluso
asumiendo con coraje su responsabilidad moral –cuya conciencia lo atormenta--
por no haber podido detener a tiempo dichas matanzas, siendo ministro de
defensa. Es verdad, depuró del ejército a los máximos responsables de dichas
ejecuciones, cerca de 20 oficiales, pero el mayor número de falsos positivos
ocurrieron precisamente entre 2006 y 2009. Y es aquí donde llegamos al meollo
del asunto. Dichos asesinatos se cometieron porque políticamente, según Santos
y los numerosos discursos, arengas y pronunciamientos del presidente Uribe
durante esos años, insistían con vehemencia y odio obcecado que había que
“cortarle la cabeza a la culebra”, que estaba herida, pero no muerta. Un
discurso casi que celebrado y aplaudido por la mayoría de medios de
comunicación, como catapultas de una campaña victoriosa contra el
“narcoterrorismo”. Discurso, que manifestó Santos en su “contribución a la
verdad”, no compartía, pues para él, como ministro de defensa, lo más
importante era debilitar estratégicamente a las FARC-EP y llevarlas a una mesa
de negociación en términos políticos y militares a favor del Estado, no
aniquilarlas, pues estimaba esto como un imposible ético, político y militar,
ya que terminaría deslegitimando al ejército y el propio Estado. De allí, la
necesidad de reconocer la existencia del conflicto armado interno, para evitar
que el Estado se convirtiera y degradara en otro
actor terrorista por no aplicar las normas del Derecho Internacional
Humanitario, como en efecto sucedió con los “falsos positivos”, asesinando
civiles inermes.
El consejo del general
Valencia Tovar
Pero, lo más sorprendente, es que el mismo Santos reconoce que fue el
general Álvaro Valencia Tovar quien le insistió en que lo más importante para
fortalecer la legitimidad del ejército era reconocer a las FARC como un
adversario. Un adversario que se debía derrotar, sin obsesionarse en su aniquilación
como un enemigo, pues así se incurriría en crímenes de lesa humanidad como los
“falsos positivos” y en campañas de tierra arrasada con grupos paramilitares. Y
le advirtió el general Valencia que, considerar al adversario como un enemigo
por aniquilar, alimentaba un odio sin límites, incompatible con el honor
militar, y conduciría inexorablemente a cometer crímenes atroces, degradando el
Ejército y su misma moral de combate. Esta anécdota de Santos confirma el
célebre comentario de Don Miguel de Unamuno en la guerra civil española: “Es
más fácil civilizar un militar, que desmilitarizar a un civil”. Eso es
precisamente lo que nos sucede en Colombia desde el siglo XIX, resumido en el
popular refrán: “Colombia es una tierra de cosas singulares, hacen la
guerra los civiles y dan la paz los militares”. Al respecto, no
olvidemos que el prohombre liberal, Darío Echandía, sentenció que “Rojas
Pinilla había dado un golpe de opinión y no un golpe militar”, que
contuvo el desangre entre liberales y conservadores. Así como Juan Manuel
Santos, curiosamente, es el único presidente contemporáneo que recibió
formación militar en la Armada Nacional y tuvo la capacidad de desarmar a las
FARC. Son, pues, los políticos y líderes civiles, aquellos que no conocen el
rigor y el sacrificio de las guerras, los más fervientes partidarios del
armamentismo, el belicismo y la confrontación violenta. Y, por lo tanto, son
también ellos los máximos responsables de crímenes tan atroces como los “falsos
positivos”, pues mediante políticas como la “seguridad democrática” y su
Directiva 029, promovieron que numerosos oficiales, suboficiales y soldados,
estimulados por recompensas, compensaciones y condecoraciones pueriles, se degradaran
como criminales y deslegitimaran al mismo ejército nacional. Ahora lo mínimo
que deben hacer los miembros del ejército que cometieron dichos crímenes, para
recuperar su dignidad personal y aliviar en algo el dolor de las víctimas
sobrevivientes, es reconocer ante la JEP toda la verdad de lo acontecido. Así
como el Ejército Nacional y su máximo comandante constitucional, el
expresidente Álvaro Uribe Vélez, deben reconocer públicamente semejante
extravío criminal y degradación institucional, solicitando perdón a todas las
víctimas de los “falsos positivos”, sus familiares y la Nación entera. Sin
ello, nunca alcanzaremos la reconciliación política, pues ningún Estado puede
encubrir y excusar conductas criminales entre algunos de sus superiores y
miembros del Ejército nacional, en detrimento de la mayoría de sus integrantes,
respetuosos de la Constitución, la ley y sus juramentos. Por su parte, el
expresidente Uribe está en mora de comparecer ante la Comisión de la Verdad y
aportar su versión como gobernante. Debe seguir el ejemplo de los expresidentes
Cesar Gaviria Trujillo, Ernesto Samper Pizano y Juan Manuel Santos, para que la
Comisión de la Verdad pueda confrontar todas las versiones y entregarnos al
final de este año un informe lo más integral y completo de lo sucedido. Bien lo
dice un proverbio chino, atribuido a Confucio: “En todo litigio hay por
lo menos tres verdades: tu verdad, mi verdad y la verdad”. Y sin
conocer todas las verdades de los protagonistas y antagonistas de nuestro
prolongado e interminable conflicto armado será imposible que convivamos
humanamente en una misma realidad, condición previa para empeñarnos en forjar
una verdadera democracia, una comunidad política nacional. Una democracia donde
por fin no haya cabida para enemigos sino para adversarios, que respetan
plenamente sus vidas, las de sus opositores y las de todo su entorno social y
natural. Una democracia que no tolerará más víctimas y victimarios y, en ningún
caso, vengadores implacables a la derecha o la izquierda, que aspiran a una
justicia punitiva imposible de alcanzar, pues todos carecen de autoridad moral
para reclamarla y más aún para imponerla. De allí, la necesidad imprescindible
de la justicia transicional, empeñada más en la verdad y la reparación de las relaciones
sociales que en la venganza. Verdad, reparación y no repetición de semejantes
hechos atroces, sin las cuales será imposible y éticamente inadmisible una
futura reconciliación política entre todos los colombianos y colombianas.