DE-LIBERACIÓN
Septiembre 26 de 2010
El Mono Jojoy: Más allá del símbolo del terror
(http://calicantopinion.blogspot.com)
Hernando Llano Ángel.
El presidente Juan Manuel Santos anunció en tono exultante, desde las Naciones Unidas, que con el abatimiento del Mono Jojoy se aniquilaba el símbolo del terrorismo en Colombia. Ante una reunión con empresarios y potenciales inversionistas en Colombia, comparó la muerte de Jojoy con una hipotética aniquilación de Osama Bin Laden por parte del ejército norteamericano.
Ambas apreciaciones denotan, por decir lo menos, una comprensión ligera del terrorismo. Si bien es cierto que los símbolos en los conflictos políticos juegan un papel determinante, también lo es que ellos no agotan toda la realidad de la que hacen parte y apenas son su expresión más extrema. Particularmente en el caso de Jojoy, el mejor exponente de la violencia y el revanchismo belicista de las Farc, cuyas acciones en la mayoría de los casos fueron retaliaciones mortales que expandieron una onda de destrucción, muerte, miedo y terror en toda la población. Por entrevistas que concedió en el Caguán, ahora sabemos que si no hubiera sido guerrillero habría estudiado Ciencia Política. Entonces seguramente hubiese comprendido, leyendo a Hannah Arendt, que la máxima preocupación de esa disciplina es el estudio del poder para contener la más peligrosa y mortal de todas las amenazas que se cierne sobre la vida y el progreso de las comunidades, como es la violencia arbitraria e indiscriminada, que precisa tanto más de armas cuanto menos gente convoca para su causa.
De la violencia estructural a la directa
Lamentablemente la violencia estructural, aquella que determina el mayor o menor acceso de la población a recursos cruciales, como la educación, y el entorno familiar en que creció Víctor Suárez Rojas --hoy sabemos que su madre le preparaba la comida al Secretariado de las Farc-- lo convirtieron con el correr de los años en el temible y odiado Mono Jojoy. Se transformó así en un habilidoso estratega de la violencia directa y en un torpe aprendiz del poder político, pues sus relaciones con la gente siempre estuvieron mediadas por las armas y las órdenes, antes que por la deliberación y la concertación. Su aprendizaje fue el de la obediencia y luego el ejercicio del mando, el del orden cerrado propio de la violencia eficaz de los ejércitos, no el de la discusión abierta y la controversia con el contrario, consubstancial a la política. Quizá por eso su obsesión fue más vencer que convencer, no tanto conciliar sino más bien negar y someter al contrario, como lo hizo en forma despiadada mediante la práctica sistemática del secuestro de políticos. Su periplo vital y mortal estuvo determinado por la violencia, al punto que su identidad era indisociable de la tenencia y el uso de las armas, como se lo expresó a la periodista María Cristina Botero: “El día que entregue el fusil nadie va a querer hablar con nosotros, ni los periodistas. Sería un pobre pendejo. Sería la paz de los muertos, porque nos bajarían de una vez. Si estamos vivos es porque tenemos fusil”. Su violento final, demuestra el error mortal en que vivió.
Una muestra más de la impotencia de la violencia cuando está divorciada del poder político, pues como bien lo expresó Arendt la esencia del poder es “la capacidad humana para actuar concertadamente” y por lo tanto él no pertenece a nadie en particular, mucho menos a caudillos o vanguardias iluminadas o armadas, sino a toda la comunidad, que lo ejerce tanto más efectivamente cuanto más es fruto de múltiples acuerdos y no de la imposición de voluntades minoritarias. Por eso todos aquellos que aspiran a “tomarse el poder” terminan ahogados en sangre, al igual que quienes pretenden conservarlo y retenerlo por la fuerza, como los Batista, Somoza o Duvalier. Por lo anterior, cuanto más poderosa es una comunidad menos violencia requiere para su seguridad y prosperidad, pues su orden está basado en la confianza generada por palabras y promesas que se cumplen y no en el temor a los castigos o el premio a las recompensas y las delaciones, como lamentablemente nos sucede en Colombia.
La violenta demagogia electoral
Precisamente por la crónica demagogia electoral de varias generaciones de Presidentes liberales y conservadores hablando de equidad, democracia, participación y paz, pero gobernando en sentido contrario, es que hoy tenemos como contrapartida un gasto militar exagerado en seguridad, en pago de recompensas y en subsidios para comprar ese déficit de poder político de unas mayorías que todavía no concurren a las urnas, porque sus intereses y reivindicaciones mas vitales han sido burladas históricamente. No hay que olvidar que los magnificados nueve millones de votos de Santos, apenas son el 30% del censo electoral, que es de 30 millones de ciudadanos. Así las cosas hemos terminado malviviendo entre dos extremos: el de un poder institucional que cada vez derrocha más en violencia, bajo el eufemismo de la “seguridad democrática”, y el de unas minorías revanchistas que cada vez recurren más a la violencia por ausencia de poder, bajo la coartada de la “justicia social”. Hemos alcanzado tal extremo de degradación política, que su semántica oculta lo que los hechos revelan: al asesinato de civiles se lo llama “ajusticiamiento” o “falso positivo” y al secuestro “retención” o “prisionero de guerra”. Por eso hoy se busca la paz a través de la guerra y la institución que goza de mayor credibilidad y reconocimiento es la Fuerza Pública, mientras la más desprestigiada y repudiada es el Congreso. Una especie de venganza y triunfo póstumo de la doctrina Jojoy, pues las armas y la violencia terminan imponiéndose sobre la política y el poder, con todo lo efímero que tiene un triunfo militar sin amplio sustento político y social. De profundizar semejante dinámica pronto llegaremos a pensar que nuestro principal problema, la violencia política degradada, se solucionará con más fuerza y más heroísmo de nuestros abnegados policías y soldados, sin importar el costo en vidas humanas, hasta vencer o eliminar el último terrorista, pues ya se ha ultimado a su máximo símbolo.
Por todo lo anterior, vale la pena citar a Michael Walzer y su lúcido análisis sobre el terrorismo, cuando advierte que: “En la guerra, el terrorismo se asocia con la exigencia de una rendición incondicional y, del mismo modo, tiende a descartar cualquier clase de arreglo mediante compromiso” . Tal parece ser el punto en que nos encontramos, pues desde las páginas de la gran prensa, analistas y columnistas de opinión demandan el abatimiento de “El que sigue” (revista Semana, edición actual), en tanto “la experiencia muestra que toda rendija para la negociación alienta a los grupos terroristas” (Humberto De la Calle, en El Espectador). Cabe esperar que predomine la razón y no sólo la fuerza en la consigna presidencial y que el Secretariado de las Farc tenga la suficiente lucidez para enmendar su error y horror histórico de confundir la violencia con el poder y empezar así a salir de la manigua de la guerra en la que están extraviados, cuyo único horizonte vital es la política y no el mortal del terror y el secuestro. La mejor forma de hacerlo sería liberando a los miembros de la Fuerza Pública, con la mediación del CICR y la Iglesia Católica, pues la condición previa para la existencia de la política es la libertad. Pero si ambas partes persisten en lo contrario, no estaremos en el comienzo del fin, sino más bien en el principio de un terrorismo generalizado, al estilo del auspiciado por Pablo Escobar, que paradójicamente culminó cuando coronó en el artículo 35 de la Constitución su máxima aspiración: “prohibir la extradición de colombianos por nacimiento”.
Hace ya casi 25 siglos, en el Dammapada (XV, 5, 201), se escribió la siguiente admonición: “El que vence engendra odio, el que es vencido sufre; con serenidad y alegría se vive si se superan victoria y derrota”. Si bien no es realista aspirar a este misticismo ético en la política, también lo es que la política deja de existir cuando ella se ejerce como una doctrina de odio y aniquilación, pues toma su lugar la denominada guerra contra el terrorismo y basta mirar sus resultados en Irak, Afganistán y todo el Oriente Medio. ¿Será inevitable degradarnos más en nombre de una supuesta superioridad moral para vencer el terrorismo? ¿Acaso una victoria militar significa por sí sola superioridad moral? En tal caso el triunfo sería un horror y el vencedor sería el terror, no la democracia y mucho menos la paz. No olvidemos que Jojoy es un hijo histórico de esa paz proclamada por Guillermo León Valencia en su gobierno de 1962 a 1966.