martes, septiembre 16, 2025

ÁLVARO URIBE ¿ENTRE EL PROTAGONISMO Y EL OSTRACISMO POLÍTICO?

 

Álvaro Uribe Vélez ¿entre el protagonismo y el ostracismo político?

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/alvaro-uribe-entre-el-protagonismo-y-el-ostracismo-politico/

https://elpais.com/america-colombia/2025-09-13/alvaro-uribe-velez-entre-el-protagonismo-y-el-ostracismo-politico.html

Hernando Llano Ángel.

No deja de ser muy significativo que el expresidente Álvaro Uribe haya decidido inscribir su nombre en el renglón 25 de la lista cerrada que presentará el Centro Democrático (CD) para el Senado en las elecciones del 8 de marzo de 2026 para el Congreso. Es obvio que se trata de una estrategia electoral que busca arrastrar y obtener el mayor número de senadores electos, pues el propósito del CD, como de todo partido, es ganar y asegurar mayorías en el Congreso. Mucho más, cuando también el CD aspira a ganar la Presidencia, lo que le garantizaría una amplia gobernabilidad al Ejecutivo durante su cuatrienio. Semejante activismo político del expresidente en el interludio de la apelación que resolverá el Tribunal Superior Penal de Bogotá en los próximos días, presupone que tiene la certeza de la revocatoria a su favor de la sentencia condenatoria proferida por la Jueza Sandra Liliana Heredia Aranda. De lo contario, si el Tribunal la confirma, así dosifique la pena, estará inhabilitado para inscribirse en la lista y aspirar a cargo público alguno. Entonces estaríamos frente a una tensión paradójica entre la justicia y la política. Mientras la primera lo condena y lanza al ostracismo, la segunda lo requiere y reconoce como un actor protagónico decisorio en tanto presidente vitalicio del CD cuenta con amplio respaldo de millones de simpatizantes y potenciales electores. Es, pues, una figura de la cual depende el éxito o fracaso electoral del CD y, en gran parte, el triunfo de la derecha y sus eventuales aliados sobre el candidato que postulará la izquierda o un hipotético Frente Amplio, con el padrinazgo del presidente Petro.

El ascenso de la criminalidad política

Detrás de esta paradoja se encuentra un fenómeno más complejo que tiene relación con los vasos comunicantes, unas veces visibles y la mayoría ocultas, entre la política, la ilegalidad y el crimen. Una relación que dista mucho de ser nacional y tiene en el orden internacional su máxima expresión con mandatarios como Trump, Netanyahu y Putin, que representan el ascenso de la criminalidad a la cumbre del poder estatal. Una criminalidad que se reviste de impunidad y está arrasando con todos los principios básicos y las normas reguladoras del Derecho Internacional Humanitario, como también con la Carta fundacional de las Naciones Unidas de 1945[i] ; la Convención sobre la prevención y castigo del delito de genocidio de 1948[ii] y la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados de 1969. En el vecindario, los mayores exponentes son Daniel Ortega y Nicolas Maduro, por la izquierda y por la derecha Nayib Bukele y Javier Milei. El que esta pléyade de transgresores del derecho y el orden internacional procedan de tan diversas vertientes ideológicas y proyectos económicos, nacionales y sociales tan dispares, nos demuestra que las coordenadas de derecha e izquierda de nada sirven, que son apenas coartadas y comodines para el ejercicio de un poder político despótico, autocrático y megalómano, que todos ellos se arrogan en nombre de la ciudadanía y sus respectivas naciones.

Y el colapso de la democracia

 Por eso, para orientarse en el entreverado y arrasado mundo de la política actual, cada vez con más similitudes a lo sucedido en la década de los años treinta del siglo pasado con el ascenso de la extrema derecha en muchas latitudes, es avizorar quiénes son los líderes más diestros en manejar las pasiones, los miedos y los prejuicios, al tiempo que proclaman ser los restauradores de sus naciones y hasta del orden mundial. Y una de las pasiones más nefastas que estimulan magistralmente todos los anteriores es el patriotismo y el nacionalismo agresivo, tras el cual millones de incautos ciudadanos se galvanizan y unen, pues les insufla un sentimiento de superioridad y hasta de sacrificio personal, como sucede actualmente en los conflictos de Rusia contra Ucrania y de Israel contra el pueblo palestino, en los cuales casi todas las normas del DIH se han desconocido y por consiguiente el mayor número de víctimas mortales terminan siendo civiles. Y cuando ello repercute en el orden interno de cada nación, la división y polarización entre patriotas y traidores, ciudadanos y terroristas, paracos y mamertos, derecha e izquierda, como en nuestro caso, la arena política se convierte en un campo de guerra anegado en sangre. Por eso los precandidatos que hoy pregonan triturar o arrasar a sus contrarios, más allá de cuál sea su procedencia partidista, se encuentran en el lugar equivocado, están fuera del juego democrático. Igual que aquellos que burlan las reglas del juego político y la legalidad, acostumbrados en violarlas con habilidosos y costosos abogados, expertos en eludir la justicia a punta de incisos y excepciones. Quizá el máximo criterio que deberíamos tener en cuenta para votar en las próximas elecciones sea el de lanzar al ostracismo a todos los candidatos que han realizado sus carreras haciendo alianzas o coaliciones con aquellos sectores y actores que medran en la periferia de la ilegalidad, con tenebrosos poderes de facto regionales y que tienen como máxima divisa utilizar todos los medios a su alcance para alcanzar el triunfo en las urnas, así se arropen bajo banderas como la seguridad, la libertad,  la defensa de la democracia y hasta la salvación de la patria. Basta mirar a Trump, Putin, Netanyahu, Ortega, Bukele, Maduro y Milei. A los precandidatos que se inspiran en alguno o todos los anteriores, ojalá les serviera de advertencia la condena que acaba de recibir Jair Bolsonaro a 27 años de cárcel, ese adalid del “orden, la seguridad y la ley”, que pretendió seguir el ejemplo de Trump en Brasil y hoy cuenta con su complicidad contra la economía y el pueblo brasileño.

 

 

domingo, septiembre 07, 2025

EL CENTRO POLÍTICO PARTIDISTA NO EXISTE

 

EL CENTRO POLÍTICO PARTIDISTA NO EXISTE

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/el-centro-politico-partidista-no-existe/

 

Hernando Llano Ángel

El centro político partidista no existe en Colombia. Es, cuando más, una convención y ficción de las coordenadas espaciales proyectadas en la arena política. Una arena que siempre está en disputa y en donde las coordenadas que cuentan son otras, mucho más complejas y contingentes. Unas coordenadas de orden ideológico, social, económico y cultural en continuo movimiento, que definen los límites del campo político. De suerte que los linderos y coordenadas de esa arena no caben en esas tres elementales toponimias: derecha, centro e izquierda. La política va mucho más allá. El centro, como la derecha y la izquierda, son una simplificación mental que obedece a la necesidad ciudadana, demasiado atareada en sobrevivir, para orientarse en ese denso bosque de las ideologías y controversias que convierten el campo político en un rizoma oculto y entreverado que se extiende en todas las direcciones. Hacia abajo, arriba y todos los puntos cardinales, con alianzas inimaginables, incluso entre extremas de derecha e izquierda, que tratan de ocultarse con eufemismos como centro-derecha y centro-izquierda en aras de canalizar votos y ganar elecciones, así después no puedan gobernar y hagan del Estado un botín que se reparten entre todos los socios. A propósito, la elección de Carlos Camargo[i] como próximo magistrado de la Corte Constitucional es un ejemplo deplorable del clientelismo político reinante en la misma Corte Suprema de Justicia que niega de plano la separación entre el poder judicial y el legislativo.

 Líderes manipuladores

Pero, sobre todo, ellas obedecen a la astucia de ciertos líderes políticos, obsesionados por el control del poder estatal, sus pingües ganancias y sus vanidades personales, que proyectan para su beneficio y manipulación el espejismo político de la derecha, el centro y la izquierda. El campo de la política del poder es mucho más vasto, difuso y disputado que el definido institucionalmente por esas convenciones y los partidos políticos, que suelen presentarse y promocionarse como opciones de derecha, centro o izquierda. El poder político es un campo renuente a esas simplificaciones mentales y espaciales. Simplificaciones por cierto muy útiles para cautivar los votos de cándidos ciudadanos que aún creen en esa clasificación artificiosa y tienden a definirse o inscribirse como de derecha o izquierda y desprecian el centro, por considerarlo tibio y conciliador. Especialmente en momentos críticos, donde quienes definen el campo político solo les interesa obtener más votos para ganar las elecciones y en sus mentes binarias solo caben esas dos opciones: derecha o izquierda, por fuera de las cuales, supuestamente, no hay salvación y mucho menos espacio político. El centro viene a ser como un limbo, un no-lugar, pues sólo hay espacio para la polarización entre la derecha y la izquierda. Ese centro solo existe en la mente y el rechazo de una ciudadanía que se niega a caer en la trampa de la polarización, esa especie de profecía autocumplida de la que se benefician quienes son sus creadores e instigadores, tanto en la derecha como en la izquierda.

¿Cuál polarización política?

Entonces surge esa palabra mágica, un comodín político que todo lo atrapa, especialmente en boca de politólogos, sociólogos y formadores de opinión que creen explicar todo lo que sucede pronunciando esa palabra como un mantra. Pero esa palabra sirve más para ocultar que para revelar y termina siendo performativa, pues en efecto logra dividir a la sociedad en dos bandos irreconciliables. Dos bandos que hoy respaldan millones de fanáticos que siguen ciegamente, como barras bravas, a sus líderes y bodegueros en las redes sociales. Barras incluso dispuestas a morir y hasta matar por sus líderes y “partidos”, como sucede con los fanáticos de los equipos de fútbol, que en medio de la emoción olvidan que sin vida no hay fútbol ni política. Esos fanáticos nunca podrán volver a ver ganar a su equipo y mucho menos gobernar a su partido, pues literalmente su fanatismo y pasión los aniquila.

¿Existe el campo democrático?

Sin embargo, este símil político-deportivo solo vale para aquellas sociedades donde existe realmente un campo democrático, que demanda unas reglas claras acatadas por todos los partidos y jugadores –como sucede en el fútbol-- más allá de los resultados inciertos de las elecciones y del juego por el poder estatal. Reglas que en nuestra sociedad estamos muy lejos de cumplir, pues la primera de ellas exige la exclusión absoluta de la violencia en las controversias políticas y en la disputa por el poder político. Una regla que se viola en forma permanente, ya sea asesinando precandidatos como Miguel Uribe Turbay o mediante el magnicidio social de cientos de líderes populares, cuyo número llegaba a 102 hasta el pasado 8 de agosto, con el asesinato del campesino José Erlery Velasco en Balboa Cauca, según informa INDEPAZ ([ii]). Por lo anterior, esas coordenadas de derecha, centro e izquierda significan poco entre nosotros hasta tanto la cancha donde se define el poder político estatal, la sociedad en su conjunto, no esté segura y a salvo de la violencia política y la ilegalidad, pues quien mejor y más impunemente las utilice para obtener votos terminará ganando, lo cual es profundamente antidemocrático, más allá de si es de derecha, centro o izquierda. Según el “Segundo informe de violencia política-electoral 2025”[iii] de la fundación Paz y Reconciliación (PARES): “Entre el 8 de marzo y el 8 de agosto de este año, periodo correspondiente a los primeros cinco meses del calendario electoral, se registraron 93 víctimas únicas en 69 hechos de violencia, lo que significa que, en promedio, cada dos días una persona es afectada por este fenómeno. La mayoría de los casos correspondieron a amenazas (42), seguidas por atentados (20), homicidios (6) y un secuestro”.

El imaginario centro partidista

De allí la dificultad, casi la imposibilidad de la existencia de un centro político partidista en nuestra sociedad, pues son las extremas partidarias de la violencia y su ladina utilización, tanto a la derecha como a la izquierda, desde el Estado o por fuera de él, las que terminan imponiéndose. Por eso la sociedad en su conjunto se convierte en el centro político de sus disputas mortales y todos terminamos perdiendo el sentido vital del juego de la democracia y la política. Un juego donde nadie debería ser intimidado y menos morir por promover y defender sus ideas. Sin embargo, ya hay precandidatos que llaman a la guerra, incluso una precandidata de revista ruega a Trump que envíe sus marines a salvarnos, otros afines al “Centro Democrático”, como Abelardo de la Espriella habla de “interrumpir, destripar, el relato de la izquierda para instalar el relato correcto”[iv] y la senadora María Fernanda Cabal diagnostica a la izquierda como una enfermedad mental y dice a sus miembros y seguidores que “deberían ir al psiquiatra o ir a un cura y hacerse un exorcismo”[v].

La convivencia social es el centro de la política

Por eso hay que recobrar la convivencia social como el centro de la política. Porque garantizar la vida de todos los miembros de la sociedad, más allá de la derecha, el centro o la izquierda, es el máximo bien público. Un bien supremo que no puede ser propiedad exclusiva de ningún partido y requiere ser protegido sin discriminación alguna, sin subordinarlo a la seguridad, pues ésta puede convertirse en un privilegio que se pone más al servicio de ciertos intereses, asociaciones y poblaciones minoritarias en lugar de proteger a la sociedad en su conjunto. Carece de sentido hacer de la seguridad una bandera partidista de la derecha relegando la vida, la libertad y la equidad a un segundo plano, pues sin ellas no hay seguridad estable y duradera. Mucho menos convertir la vida, la libertad y la justicia social como banderas exclusivas de la izquierda, pues sin seguridad ellas no existen ni podrán levantarse. Por eso, reducir la política a esa errática disputa entre derecha, centro e izquierda carece de sentido. Sobre todo, cuando un partido se autodenomina “Centro Democrático” y sus ejecutorias han tenido poco de centro y menos de carácter democrático. Tanto es así que dicho partido reivindica como su más preciado y valorado triunfo el NO del plebiscito contra el Acuerdo de Paz del 2016 y proclama como máximo lema de su gobernabilidad una “seguridad democrática” que dejo más de 6.400 civiles inermes asesinados por miembros de la Fuerza Pública. Todo lo anterior es la negación de la vida, la paz política y la seguridad, sin las cuales es imposible convivir democráticamente. Sin ellas no existe el centro político de la convivencia social y menos una competencia electoral libre de toda coacción violenta, presupuestos vitales de la democracia.

Más allá del centro político partidista

Quizás la urgencia de una alternativa partidista de centro en Colombia deriva de la idea aristotélica del “justo medio”[vi], expresión de la prudencia en política para superar el voluntarismo excesivo de cierta izquierda, cercana a un reformismo catastrófico y, en la otra orilla, la indolencia de una derecha furibunda, defensora a ultranza de la seguridad para conservar intacto un statu quo de cleptócratas, que cínicamente llaman democracia. Entre ambos extremos navega precariamente la nave del Estado, que puede encallar y naufragar, bien por la urgencia de su capitán de conducirla ya al puerto utópico de sus reformas, sin considerar la viabilidad de las mismas, o por la intransigencia recalcitrante de la oposición que solo aspira volver a comandarla y bloquea en el Congreso su avance social. Tanto esa izquierda impaciente y utópica como esa derecha indolente y distópica deberían atender con urgencia este aforismo del jurista suizo decimonónico, Johann Caspar Bluntschli: “La política debe ser realista. La política debe ser idealista. Dos principios que son ciertos cuando se complementan y falsos cuando se mantienen separados”. Es probable que en la articulación prudente y a la vez coherente de estos dos principios se encuentre el inexistente centro político partidista en nuestra sociedad, tan urgente para las próximas elecciones y necesario para las futuras generaciones. Un centro hoy rebasado por la impaciencia reformista del Pacto Histórico y por la intransigencia, todavía peor, de una ultraderecha contrareformista que no oculta su obsesión por retomar la nave del Estado en el 2026 y llevarla de nuevo a su exclusivo balneario de privilegios.

LA JUSTICIA PENAL EN EL LABERINTO DE LA CRIMINALIDAD POLÍTICA.

 

 

LA JUSTICIA PENAL EN EL LABERINTO DE LA CRIMINALIDAD POLÍTICA

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/la-justicia-penal-en-el-laberinto-de-la-criminalidad-politica/

https://elpais.com/america-colombia/2025-08-30/la-justicia-penal-en-el-laberinto-de-la-criminalidad-politica.html

Hernando Llano Ángel.

La justicia penal en Colombia se encuentra atrapada y extraviada en el laberinto de la criminalidad y la ilegalidad política nacional desde hace muchos años. No solo ahora por el juicio y la condena en primera instancia del expresidente Álvaro Uribe Vélez a doce años en prisión domiciliaria, revocada por el Tribunal Superior de Bogotá, mientras resuelva en octubre la apelación interpuesta por sus abogados. La justicia penal está atrapada, casi encarcelada en ese laberinto, desde la eufemística política de sometimiento a la justicia del expresidente César Gaviria para contener el narcoterrorismo de los extraditables y lograr así la entrega de Pablo Escobar. Una entrega que resultó transitoria, pues solo estuvo un año en su cárcel-catedral de impunidad[i], tolerada implícitamente por Gaviria, lo que facilitó su insólita fuga el 22 de julio de 1992. Pero el origen del drama de la justicia penal comienza con la incapacidad del Estado colombiano para contener el auge, la prosperidad y la creciente complacencia social con las fortunas procedentes de mercados ilegales. Inicialmente fue el anodino e inofensivo contrabando de mercancías, cuyo paraíso era San Andrés islas, para la felicidad de millones de colombianos que con la anuencia gubernamental adquiríamos todo tipo de electrodomésticos y bebidas espirituosas. Ese familiar contrabando insular se formalizó con numerosas sucursales de “San Andresitos” en el interior del país. Pero la anuencia gubernamental ya se había expresado en la política cambiaria del Estado con la polémica “ventanilla siniestra[ii] del banco de la República bajo el gobierno de Alfonso López Michelsen, que canalizó flujos de dineros procedentes de la bonanza cafetera, pero también de mercados ilegales. Luego vino la bonanza marimbera, continúo con el tráfico de cocaína y llega hasta nuestros días con su internacionalización y globalización. Hoy sabemos que tiene en Catar un punto de intersección donde el actual gobierno explora las posibilidades de someter a la justicia el grupo criminal más poderoso, el autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia, que controla cuantiosas rentas procedentes de mercados ilegales. En ese escenario de criminalidad “interméstica”, por lo internacional y doméstica, la justicia penal colombiana está en limbo, al menos en esta etapa exploratoria, pues ni siquiera existe un marco legal para su aparición en escena.

La extradición de la justicia colombiana

Pero el telón de fondo de ese universo semilegal y criminal que corroe toda la sociedad colombiana es eminentemente político e interestatal y su origen se encuentra en la fracasada “guerra contra las drogas”. Guerra mediada y catalizada por el célebre Tratado de Extradición con Estados Unidos. Un Tratado que en la práctica terminó siendo la extradición de la soberanía judicial del Estado colombiano, pues delegó y sometió al poder punitivo norteamericano el castigo de los más poderosos narcotraficantes y criminales colombianos. La extradición, pues, ha convertido la política criminal de Colombia en una variable subordinada a los intereses de los Estados Unidos. Una variable cada día más politizada con mecanismos como la descertificación, hoy una pesada espada de Damocles que blande amenazante Trump sobre la cabeza de Petro[iii]. Pero, también, una variable política para los presidentes colombianos que la han utilizado a su discreción, como lo hizo Uribe con los paramilitares y Simón Trinidad. Con los primeros, para evitar que terminaran revelando todo el entramado criminal de la parapolítica y la para-economía, que afectaría gravemente su legitimidad y gobernabilidad; con Trinidad para presionar la liberación de numerosos secuestrados en poder de las Farc-Ep. Logró lo primero, pero no lo segundo, por eso Trinidad también fue extraditado. En conclusión, la extradición sirvió para burlar la justicia en Colombia, pues en los Estados Unidos negociaron sus penas y obtuvieron fácilmente la libertad en la mayoría de los casos.

La Justicia penal comodín de la política

En ese contexto, la justicia penal no ha podido escapar a su utilización por la política como un comodín al servicio del gobernante de turno. La política ha utilizado la justicia a discreción para alcanzar sus objetivos, así sea en forma parcial. Lo hizo Uribe con la ley 975 del 2005, llamada de “Justicia y Paz” con los paramilitares y luego Santos con el Acuerdo de Paz, creando la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). En ambos casos, el máximo objetivo ha sido la paz política, desmovilizando miles de armados, por lo cual se podría afirmar que se trata de una justicia de transición o, si se quiere, una “justicia para-política”, más en beneficio de miembros de grupos armados tanto de extrema derecha como de extrema izquierda, que propiamente una justicia de verdad para las víctimas. De allí el descontento y la frustración de la mayoría de las víctimas frente a la JEP, pues lo máximo que les ha podido aportar es verdad, sin haberlo logrado en muchos casos, tanto para miles de secuestrados por las Farc-Ep como en los “falsos positivos” perpetrados por miembros de la fuerza pública. De otra parte, y para evitar más víctimas, el actual gobierno pretende avanzar en su política de “Paz Total” presentando al Congreso un proyecto de ley para el sometimiento a la justicia de grupos armados con alto impacto criminal, como el Ejército Gaitanista y numerosas bandas criminales dedicadas a la extorsión y el microtráfico en importantes ciudades del país. De aprobarse, otra vez la justicia penal estará envuelta en una encrucijada donde intentará conciliar penas, que seguro serán laxas, con la sanción de innumerables atroces crímenes, como ha sucedido con los paramilitares y exguerrilleros, cuyos máximos comandantes gozan ya de libertad, todo ello en nombre de una paz esquiva, mayor seguridad ciudadana y control del Estado de la delincuencia organizada. Metas imposibles de alcanzar mientras persista el incentivo irresistible de los mercados y las rentas ilegales en extensos territorios rurales y en nuestras populosas ciudades se fortalezcan numerosos enclaves de criminalidad para el reclutamiento de jóvenes sin alternativas de empleo y educación.

De la criminalidad organizada a la criminalidad política

Y mientras esto sucede en relación con la criminalidad organizada, paralelamente la justicia penal enfrenta un desafío quizá mayor en todos aquellos casos en que investiga a protagonistas de la política nacional. El juicio del expresidente Uribe es el más trascendental. En este ámbito no cabe hablar de la politización de la justicia, tampoco de judicialización de la política, pues estamos ante un fenómeno que permea por igual a todos los sectores y partidos políticos, tanto en la derecha, centro e izquierda, como es la criminalidad política, que comúnmente se denomina corrupción y cubre una amplia gama de delitos que terminan configurando propiamente el funcionamiento de un Estado cacocrático con su respectiva gobernabilidad más o menos ilegal y criminal. Es el caso del actual gobierno con su mayor escándalo, la corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), cuyo número de altos implicados cada día aumenta, incluida la fuga de Carlos Ramón González[iv], exdirector Nacional de Inteligencia, asilado en Nicaragua, paradigma de Estado cacocrático, que acaba de negar su extradición. Por eso, más bien debería denominarse Unidad para la Generación Nacional de Riesgos y Desastres del Gobierno del Cambio, ya que ha minado su credibilidad y legitimidad mucho más que la enconada oposición en el Congreso a sus reformas sociales.

La criminalidad cacocrática       

Pero ninguno de los presidentes y sus gabinetes ministeriales desde la Constitución del 91 escapa a los escándalos propios del Estado cacocrático. Esos escándalos han sido la noticia cotidiana desde Gaviria hasta Petro, por lo que no hay aquí espacio para reseñar semejante saga de criminalidad gubernamental. Pero, sin duda, las administraciones presidenciales con el mayor número de altos funcionarios procesados y condenados por la justicia, con sentencias confirmadas hasta agotar el recurso de casación en la sala penal de la Corte Suprema de Justicia, han sido las presididas por Álvaro Uribe Vélez entre 2002 y 2010. Abarcan delitos que van desde el entramado electoral y criminal del concierto agravado para delinquir de numerosos congresistas, cerca de 60[v], condenados por su asociación con grupos paramilitares, conocido como la “Parapolítica”[vi], pasando por la condena de tres de sus ministros: Andrés Felipe Arias, Sabas Pretelt de la Vega, Diego Palacio y 20 funcionarios de su círculo más cercano[vii]. Sin olvidar graves crímenes contra figuras admiradas como Jaime Garzón y el profesor Alfredo Correa de Andreis. Por el de Garzón fue condenado José Miguel Narváez[viii], exsubdirector del extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y Jorge Noguera, exdirector del DAS, como coautor del asesinato del profesor Alfredo Correa de Andreis[ix], cometido por miembros del grupo paramilitar del Bloque Norte. Semejante prontuario de gobernabilidad criminal terminó arrastrando a numerosos miembros de la Fuerza Pública a la comisión de miles de ejecuciones extrajudiciales, llamados “falsos positivos”[x], en cumplimiento de la Directiva 29[xi] del ministerio de defensa y de la política de “seguridad democrática”. Quizá por todo lo anterior hasta el jefe de seguridad del propio presidente Uribe, el general (r) de la Policía Nacional, Mauricio Santoyo, terminó extraditado y condenado en Estados Unidos. El 20 de agosto de 2012 ante una corte del Eastern District of Virginia (Estados Unidos) aceptó haber ayudado a las Autodefensas Unidas de Colombia”[xii] y recibido por ello cinco millones de dólares.

¿Cómo salir del laberinto cacocrático?

Por todo lo anterior, la Fiscalía, la justicia penal y muchos de sus funcionarios se debaten hoy en un laberinto demasiado intrincado, pues enfrentan el desafío descomunal de investigar, procesar y condenar una criminalidad que está fusionada muchas veces con el poder político y respaldada por las máximas instancias del Estado en forma explícita o implícita. A ello se suma, que los presuntos máximos responsables de ese entramado cacocrático cuentan para su defensa con los mejores y más costosos equipos de abogados, capaces de dilatar los procesos hasta su prescripción o, lo que es peor, eludir con sofisticados recursos y sofismas procesales la justicia, la verdad y culpabilidad de los implicados. Abogados que encarnan a la perfección la descripción que hace García Márquez en su proclama “Por un país al alcance de los niños”[xiii] de nuestra peculiar y nefasta relación con el derecho y la justicia: “En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo”. Tal es el mayor desafío que enfrenta la sala penal del Tribunal Superior de Bogotá para resolver el recurso de apelación interpuesto por los abogados del expresidente Uribe.

Campañas electorales para delinquir

Un desafío que enfrentan la mayoría de aspirantes a la presidencia de la República y les compete directamente, pues una de las fuentes de la criminalidad política está en la financiación de sus costosas campañas, como sucedió con Ernesto Samper en el proceso 8.000[xiv].  Costos estrambóticos que los llevan a violar los topes legales de financiación o la comisión de otros delitos, como pasó en la segunda campaña del expresidente Santos, cuyo gerente, Roberto Prieto[xv], fue condenado a 5 años de cárcel. Todo parece indicar que igualmente les sucederá a Ricardo Roa, Lucy Aydee Mogollón y María Lucy Soto, gerentes de la campaña del presidente Petro, según la ponencia presentada al Consejo Nacional Electoral, que decidirá el próximo 11 de septiembre las sanciones económicas y administrativas[xvi] a imponer. Así, pues, todos los candidatos, tanto a Presidencia de la República como al Congreso, corren el riesgo de vender su alma al diablo y su desempeño público a sus generosos patrocinadores, sean ellos legales o ilegales, gremiales o corporativos. Valdría la pena que conociéramos sus patrocinadores antes de votar por ellos. Así sabríamos si lo hacemos para prolongar una cacocracia, cleptocracia, plutocracia o una mezcla de todas las anteriores, bajo la coartada de una ilusoria e incierta “democracia” donde nunca cambia nada porque es rehén de una poderosa y sofisticada criminalidad cuya cúspide parece intocable y permanece casi totalmente impune hasta nuestros días.

 

 

 



MÁS ALLÁ DEL TERRORISMO

 

 

MÁS ALLÁ DEL TERRORISMO

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/mas-alla-del-terrorismo/

https://elpais.com/america-colombia/2025-08-26/mas-alla-del-terrorismo.html

 

Hernando Llano Ángel.

Las ondas expansivas más peligrosas que han dejado los criminales y despreciables atentados terroristas de ayer en Cali, frente a la base aérea Marco Fidel Suárez, son el miedo y el odio que recorren toda la sociedad. Esas ondas nos pueden llevar a sobrepasar todos los límites imaginables. Los cilindros que explotaron han difuminado sus esquirlas de odio y sufrimiento en las mentes y corazones de millones de colombianos. Esas ondas ubicuas presentes en toda la geografía de nuestra nación, junto al dolor por los 13 policías que perdieron sus vidas en Amalfi[i], nos pueden arrastrar incluso más allá del terrorismo. Nos puede llevar, como sociedad, a una verdadera hecatombe parecida a la que viven millones de palestinos que hoy sufren la venganza sin límites de la genocida reacción de Netanyahu, su gobierno y ejército en respuesta a los ataques terroristas de Hamas[ii] el 7 de octubre de 2023. Ataques contra cientos de jóvenes que pasaron de la euforia de un concierto al infierno de su persecución, atroces asesinatos y secuestros letales. Porque lo propio del terror, más allá de si sus actores y protagonistas son estatales, como en el caso del ejército israelí contra la población civil en Gaza y Cisjordania. O, todo lo contrario, como Hamas y, en nuestro caso, esa monstruosa hidra de cabezas mutantes que son el narcotráfico y la guerrilla, es que todos ellos tienen en común su ensañamiento contra civiles inermes y que sus acciones son aleatorias, sorpresivas, sistemáticas y devastadoras, ausentes por completo de un rasgo de coraje, valor y honor militar. Los terroristas no son combatientes, son desalmados y cobardes asesinos, más allá de la causa que esgriman, los uniformes que porten o las condecoraciones que exhiban.

Todo terror es igualmente ilegítimo

Más allá de si lanzan bombas desde aviones inalcanzables, veloces drones y sofisticados misiles ultrasónicos con solo accionar un botón contra distantes y desconocidas víctimas civiles, o exploten rudimentarios tatucos y armas de fabricación casera contra anónimos campesinos y citadinos, todos ellos son terroristas, no combatientes y menos héroes de la patria. En todas las anteriores acciones desconocen el principio del honor militar y los límites del DIH y, lo que es peor, se ufanan de sus criminales proezas porque están imbuidos del fanatismo que les confiere su supuesta superioridad moral. Así lo vemos por televisión y redes sociales en el genocidio en curso contra los gazatíes, pero también en el clandestino infierno que padecen los secuestrados por Hamas y en los sangrientos atentados en Cali. Los terroristas son cobardes que rehúyen el combate con el adversario y se ensañan contra la población civil indefensa. Por eso pierden toda legitimidad y eventual reconocimiento político. Con sus criminales acciones ellos mismos se condenan al ostracismo político y social junto al desprecio de las mayorías, sin que por ello pierdan su condición de seres humanos, pues quienes llaman a su eliminación como una plaga están incurriendo en su misma lógica criminal y terrorista. Incluso les están desconociendo su responsabilidad moral por los crímenes cometidos sobre los cuales deberán responder ante la justicia y la misma historia.

La reciprocidad del terror

Tales “antiterroristas” y “estadistas” se sitúan así en una especie de pedestal de superioridad moral y estatal desde el cual ordenan bombardear y disparar sin límite alguno, desconociendo los principios protectores y salvíficos del derecho internacional humanitario, tales como la distinción entre civiles y armados, entre bienes de carácter civil y objetivos militares y lanzan ataques indiscriminados y desproporcionados que causan miles de muertos y heridos entre la población civil. Así lo hace el ejército de Israel contra los palestinos y los ejércitos de Rusia y Ucrania contra sus respectivas poblaciones. Pero igualmente ha sucedido entre nosotros con los bombardeos oficiales donde han muerto niños cautivos en campamentos guerrilleros y, todavía peor, --guardando las proporciones y distancias con esos conflictos internacionales— se han cometido miles de ejecuciones extrajudiciales, más de 6.000 “falsos positivos”, para matar la “culebra del terrorismo” y acabar de una vez por todas con las guerrillas. El resultado salta a la vista. En lugar de exaltar el valor de numerosos militares, se los degradó a la condición de asesinos que hoy revelan con vergüenza sus crímenes ante la JEP y vanamente tratan de expiar sus culpas y reparar a los familiares de los jóvenes ejecutados contando la verdad de lo sucedido. Sienten la vergüenza de haber mancillado su uniforme y unas armas confiadas legalmente para la protección de los civiles, no para su aniquilación criminal. La misma actitud han asumido algunos excomandantes de las Farc-Ep al reconocer como un horror, más que un error, sus miles de secuestros extorsivos, crímenes de guerra y de lesa humanidad, que son la negación misma de los objetivos de todo auténtico rebelde: la lucha por la libertad, vida y dignidad de los pueblos. Y ahora, en víspera de elecciones, parece que muchos políticos en trance presidencial quieren que volvamos a lo mismo y olvidemos que el miedo nunca es inocente y mucho menos un buen consejero para una política de seguridad y paz democrática. Ya escuchamos las voces de alarma, casi que alaridos, de numerosos precandidatos y precandidatas que proclaman por todos los medios de comunicación, en todos los lugares y eventos, que lo primero y más urgente es seguridad, seguridad, seguridad y rescatar la autoestima y dignidad de nuestros soldados.

Más inteligencia y más civilidad

A ellos habría que decirles que lo primero que necesitamos es más inteligencia y más civilidad. Inteligencia, más allá de la policiva y militar, que es urgente y necesaria, pero no suficiente. Porque primero precisamos la inteligencia que se esfuerce por comprender lo que sucede en lugar de repetir los errores y horrores de un pasado que nos tiene anegados en sangre, dolor y miedo. Carece de sentido y humanidad responder solo con más violencia y odio, creyendo que con ello ganamos seguridad y tranquilidad. Mucho menos, si pensamos que la seguridad solo es sostenible a punta de bayonetas, más pie de fuerza, drones, cámaras, muros y alambradas, sin preguntarnos por las principales causas generadoras de tanta violencia e inseguridad. Y la primera respuesta que encontramos, por más obvia que parezca, es que jamás tendremos seguridad si la ilegalidad y su criminalidad son una de las fuentes más prósperas de riqueza, si somos incapaces de reconocer que gran parte de su origen está en la hoja de coca[iii], un prodigio de la naturaleza, que no tiene sentido alguno condenarla a seguir siendo la matriz del crimen, la codicia y el terror. Debemos empezar por reconocer que no hay plantas ilícitas, pues la naturaleza no engendra ilegalidad, lo hace la estupidez, la ambición y la hegemonía de políticas interesadas en promover la “guerra contra las drogas” y taras culturales como el prohibicionismo, que teme a la libertad y responsabilidad humana. Todas ellas muy funcionales para ciertos intereses económicos y geopolíticos, por los que siempre estaremos condenados a vivir en este infierno que la mayoría confunde con estabilidad institucional democrática, pero en realidad es una inexpugnable cacocracia[iv] que se reelige periódicamente.

El terror del prohibicionismo

Obviamente los listos de la seguridad y el orden “democrático” siempre responden que es imposible pensar en la legalización de la cocaína. Pero nuestras comunidades andinas les responden: “La coca no es cocaína, como la uva no es vino” y podríamos añadir como la caña de azúcar no es aguardiente ni tampoco ron y así sucesivamente con todas las bebidas que hacen un poco más amable la vida, disfrutadas con mesura, con los límites propios de la civilidad y la responsabilidad, más allá de su estigmatización y prohibición. En lugar de erradicar y sustituir la coca, lo que hay es que transformarla con inteligencia, creatividad y competitividad, como todavía lo hace la bebida más vendida en el mundo, Coca-Cola, importando sus hojas de ENACO[v], la Empresa Nacional de Coca del Perú. En Colombia tenemos emprendedores sin tanto éxito, como COCA-NASA[vi], expresión de la economía popular y la tradición milenaria de la cultura Nasa, que debería ser promovida por el “gobierno del cambio”. Entonces El PLATEADO en el departamento del Cauca se convertiría en EL DORADO[vii] de la economía nacional, rivalizando con el café, otra bebida estimulante. Pero aquí el gobierno no es del cambio, sino de la continuidad, pues persiste en su erradicación y expone la vida y seguridad de sus pobladores en medio del fuego cruzado de la plata y el plomo. La plata de los narcotraficantes nacionales e internacionales y el plomo de las organizaciones criminales que se disputan los cultivos y emboscan letalmente a los militares, como en Amalfi cuando apoyaban una operación de erradicación.

El terror del pasado siempre presente

De otro lado, nada estimula más la autoestima y dignidad de los militares que el respeto y el apoyo de los civiles, el reconocimiento ciudadano por el deber legalmente cumplido y la protección de sus vidas, en lugar de ser tratados como ciudadanos de segunda clase que solo deben obedecer órdenes y estar prestos a disparar en nombre de un falaz patriotismo o la defensa de una supuesta “seguridad nacional o democrática”. Ya conocemos el lugar ignominioso adonde llevó el abuso de sus armas y su fuerza arbitraria por violar los derechos humanos y cometer graves infracciones al DIH con los “falsos positivos” en nombre de la “seguridad democrática”. Solo con más inteligencia y civilidad, acompañadas de empatía, solidaridad con las víctimas y respaldo al Estado de derecho y sus legítimas autoridades, nunca a su autoritarismo desbocado, se podrá avanzar con seguridad en la contención y eventual superación del terrorismo. Pero si de nuevo se imponen las voces estridentes del miedo y la meliflua de un líder con numerosos precandidatos y precandidatas a su disposición, como un gran elector y señor feudal, cuya inteligencia se agota en la consigna de seguridad y más seguridad y un par de rancios huevitos que disfrutan muy pocos, la inversión y la cohesión social, con certeza volveremos a repetir indefinidamente esta historia terrorífica. El terror del pasado seguirá presente. El horizonte de todos ellos se agota en ganar las próximas elecciones y no en la vida, dignidad y seguridad de las próximas generaciones. Vida, dignidad y seguridad que debe empezar por erradicar la fuente de la ilegalidad de codiciosos criminales sin límites y poner así fin a las ganancias de innumerables y respetables testaferros que abundan en lugares y ámbitos inimaginables, desde la banca con Aval[viii], la propiedad raíz con Hitos Urbanos[ix] y el comercio con personajes como “papá Pitufo”[x], siempre dispuestos a financiar generosamente más de una precandidatura y futuras campañas presidenciales. Así solo ganarán y gobernarán los cacócratas y plutócratas de siempre, entonces el miedo y el terror continuarán siendo un recurso para imponer sus intereses y designios contra los demócratas y la sociedad.