martes, mayo 21, 2013

Pacho Santos y las FARC.




DE-LIBERACIÓN

Pacho Santos y las FARC: ni impunidad ni perdón, pero sí reconciliación



Domingo, 19 de Mayo de 2013 23:37

Hernando Llano Ángel.


La guerra se trasladó al terreno de lo simbólico: vallas envenenadas de odio que ignoran la necesidad de la reconciliación e impiden resolver la difícil ecuación entre la sed de justicia, el afán de venganza y la reparación del tejido social.

Vallas subliminales

La disputa pública entre Francisco Santos y las FARC reflejada en las vallas donde recíprocamente se incriminan por combinar política y crimen demuestra hasta qué punto la suerte de las conversaciones en La Habana se está jugando en la mente y en el corazón de cada ciudadano.

Los mensajes subliminales de las vallas añaden una vuelta más al nudo de la violencia política en Colombia: entre responsables de semejantes crímenes de lesa humanidad difícilmente podrá alcanzarse algún día un acuerdo para la convivencia.

Sólo les queda la alternativa de cortar violentamente la cabeza del bando contrario. Pero ambas partes olvidan que precisamente en ese intento mutuo por aniquilarse llevan más de cincuenta años cortando las cabezas de los demás: los unos, a quienes consideran “auxiliadores de la guerrilla”, los otros a “burgueses vende–patria” o a “narcoparacos asesinos”.

De víctimas y victimarios

No les cabe el menor remordimiento por sus heroicas acciones, pues han ido llenando sus mentes con buenas justificaciones: una supuesta “seguridad democrática” y la anhelada “justicia social”.

Así llegan al extremo de autoproclamarse, respectivamente, “demócratas integrales” y “revolucionarios ejemplares”:

• Los primeros combaten con tal ahínco al terrorismo, que se consideran salvadores de la Patria, predestinados a perpetuarse en la Presidencia de la República.

• Los segundos resisten con tanto heroísmo el terrorismo oficial, que se erigen en mártires populares y crean su leyenda de invictos.

Por eso mismo, a ambos lados les cuesta tanto reconocerse como victimarios y tan fácilmente se reclaman como víctimas. Cada bando reclama con absoluta convicción la justicia de su parte y, por consiguiente, el derecho de juzgar y condenar a la contraparte.

Para ellos no existe otra noción de justicia que el castigo draconiano del enemigo y la benignidad hacia el amigo. Para el primero la humillación, para el segundo la reinserción. Lo contrario es la impunidad inadmisible. Para ellos, la justicia se reduce a continuar la guerra por otros medios y la paz sólo es posible con la condena o la derrota del enemigo.

De alguna manera, tal escenario estuvo a punto de configurarse en 2007, cuando un sondeo de la revista Semana contratado con la firma Ipsos-Napoleón Franco reveló las siguientes respuestas de los ciudadanos luego de que los comandantes paramilitares confesaran sus masacres:

• “el 33 por ciento de los entrevistados estuvo de acuerdo con que el paramilitarismo fue necesario para acabar con la guerrilla”;

• “una quinta parte se declaró abiertamente a favor del paramilitarismo”;

• “una cuarta parte lo cree justificable”.

Lo más sorprendente es que, según la afiliación política de quienes respondieron, se decantó la siguiente actitud pro–paramilitar:

• El 38 por ciento entre los uribistas;

• El 52 por ciento entre conservadores;

• El 55 por ciento entre los miembros de otros partido, y

• El 25 por ciento entre los simpatizantes del Polo Democrático.

Crimen y castigo

No es muy diferente el escenario actual, con esa guerra de vallas entre Francisco Santos y las FARC. Por eso, la demanda de justicia punitiva, que ahora exige cero impunidad, acaba siendo una falacia cuando se trata de construir una paz política.

Más aún, si se pretende dar cuenta y castigar a todos los responsables de crímenes que por su dimensión colectiva e indiscriminada terminaron por ser considerados simultáneamente políticos y de lesa humanidad. Esta fue la propuesta inicial del propio presidente Álvaro Uribe en el momento de tramitar la ley 975 de 2005 (ley de justicia transicional para los integrantes de las autodefensas), que la Corte Constitucional declaró inexequible en dicho punto.

En nuestras propias circunstancias, parece repetirse la paradoja que expresara Hannah Arendt sobre los crímenes del nacional–socialismo: “es muy significativo que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable”[1].

En efecto, nadie -y menos el Estado- puede perdonar en nombre de las víctimas, arrebatándoles esa “soberanía del yo”, que es lo propio del perdón, como bien lo señala el filósofo español Javier Sádaba en su libro homónimo[2].

Pero resulta que tampoco el Estado es capaz de castigar a todos los responsables de aquello que ha resultado imperdonable, dada la dimensión de los crímenes cometidos y las difusas redes de complicidades y de apoyos que los hicieron posibles, como ha acontecido en Colombia, donde tantas víctimas suelen convertirse en implacables vengadores.

Y, lo que es peor, donde el mismo Estado históricamente ha auspiciado la violencia de unos contra otros. En el remoto pasado armando los civiles en autodefensas (decreto 3398 de 1965), luego creando las “Convivir” (decreto Ley 356 de 1994) y — en desarrollo de la “seguridad democrática” — la nefasta circular 029 de 2005 del Ministerio de Defensa, directamente relacionada con los atroces “falsos positivos”.

Ni justicia ni paz

Gracias a la denominada ley de “Justicia y Paz”, según María Teresa Ronderos hoy sabemos que:

• “desde 1998 las diferentes guerras políticas y narcopolíticas han dejado en Colombia entre cinco y seis millones de víctimas, la mayoría de las cuales son personas desplazadas a la fuerza por la violencia (entre cuatro y cinco millones de personas, dependiendo de la fuente).”

• “El proceso de Justicia y Paz ha llevado al país a reflexionar sobre cómo fue que permitió semejante impunidad. Menos de cien fiscales, con la ayuda de los 2.200 exparamilitares que han dado sus versiones, han esclarecido 38.000 delitos, la mayoría de los cuales estaban archivados.”

• “El proceso ha permitido sacar a flote la magnitud de algunos delitos invisibles. Por ejemplo, que ha habido casi 40.000 víctimas de desaparición forzada, y de ellas, los fiscales han encontrado 4.792 cuerpos en fosas clandestinas.”

• “También ha develado la profundidad del fenómeno paramilitar, sus nexos con el poder legal, cómo capturó las instituciones y se apropió de las rentas públicas y cómo fue aliado de empresarios y funcionarios públicos.”

• “Según el último informe de la Misión de Observación Electoral, de octubre de 2012, van 199 congresistas involucrados, 40 de ellos condenados, 96 alcaldes y 179 concejales investigados y, de ellos, ya están condenados 37 alcaldes y 92 concejales.”

• “Además, los fiscales de Justicia y Paz le han pasado a la justicia ordinaria evidencias para investigar a 1.023 miembros de la fuerza pública, 393 funcionarios públicos civiles y 10.000 personas corrientes”.

Constructores de convivencia política

Es claro que la complejidad criminal del proceso en marcha desborda la capacidad de cualquier sistema judicial para impartir justicia y evitar la impunidad. Sencillamente porque no se trata de un asunto meramente judicial, sino esencialmente político, que precisa de otro tipo de justicia, capaz de alimentar procesos de reconciliación y paz.

Dicha justicia suele denominarse justicia transicional, cuya principal virtud es su capacidad para “romper el lazo entre la política y las armas” y poner fin a la espiral de violencia entre victimarios y víctimas que, en su obsesión por alcanzar la justicia, terminan convertidos en vengadores.

Pero para ello sería preciso abordar — en un próximo artículo- la reconciliación, presupuesto fundamental para alcanzar la paz que está en proceso en La Habana.

Las vallas subliminales obstruyen una visión y una vivencia ciudadanas de la paz y la justicia, más allá de la impunidad y del perdón, arraigadas en la mente y en el corazón de quienes no aceptan seguir siendo víctimas — y mucho menos victimarios — pues simplemente se asumen, sin maniqueísmo alguno, como ciudadanas y ciudadanos constructores de paz y de convivencia política.

Tal como lo están haciendo en La Habana los delegados del gobierno y de las FARC y se demoran demasiado en hacerlo en todo el territorio nacional, acordando una tregua bilateral debidamente supervisada por observadores internacionales de las Naciones Unidas. Sólo así los creyentes en la paz serán legión y los entusiastas belicistas una minoría.

* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca.


La marcha del 9 de abril: la paz es política.

DE-LIBERACIÓN


(Domingo 14 de abril de 2013)



La marcha del 9 de abril: la paz es política

Una convergencia paradójica en torno de la paz, la democracia y las víctimas recorrió al país esta semana. El proceso de la Habana se debate entre desmilitarizar y civilizar la política, entre belicismo y cumplimiento de lo que dicen los negociadores.

Hernando Llano Ángel *

Aquel 9 de abril no ha terminado

No fue por simple coincidencia cronológica que los mensajes del presidente Juan Manuel Santos y de “Pablo Catatumbo” retomaran fragmentos de la famosa Oración por la Paz de Jorge Eliecer Gaitán para convocar a la marcha del pasado 9 de abril “por la paz, la democracia y la defensa de lo público”.

Más bien fue por la pertinencia y la plena vigencia de la Oración pues - después de 65 años - el dramático reclamo de Gaitán no ha sido aún oído plenamente: el 7 de febrero de 1948, el caudillo liberal exigía al entonces presidente Mariano Ospina Pérez “… que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad”.

Dos meses y dos días después cayó asesinado Gaitán, pero su voz sigue retumbando en la memoria colectiva, porque la paz que no hemos sido capaces de forjar es fundamentalmente eso: el encauzar y resolver por vías institucionales los conflictos económicos y sociales, pero no en suprimirlos.

Precisamente por eso se marchó este martes “por la democracia”, que implica excluir la violencia de las controversias y de las competencias entre los partidos, porque el uso de la fuerza degrada la política y la reduce a un combate visceral entre enemigos que reemplaza las urnas por las tumbas.

En nuestra frágil memoria se agolpan los magnicidios recientes: Pardo Leal, Galán, Jaramillo Ossa, Pizarro, Antequera, Álvaro Gómez, porque en ella casi no hay lugar para los cientos de miles de víctimas anónimas.

Los campos dejaron de ser surcos y se convirtieron en trincheras. En ellos ya no se cultiva, se siembran explosivos. Los campesinos son violentamente desarraigados de sus parcelas y deambulan por pueblos y ciudades, se los despoja de su condición de ciudadanos y se los convierte en desplazados.

Las muchas formas de la paz

Contra ese paisaje degradado tuvo lugar la marcha del 9 de abril, cuando salimos a las calles aglutinados por la solidaridad con las víctimas en su día nacional, más que por el repudio hacia sus victimarios.

Por eso fue posible la paradójica convergencia de sectores representativos de todas las víctimas:

• el presidente Santos empujando en su silla de ruedas al soldado Ulises Montaño;

• las Madres de Soacha, reclamando justicia ante la eventual impunidad de los “falsos positivos”;

• las banderas y consignas más variadas de diversos movimientos políticos y sectores sociales cuyos líderes han sido perseguidos o asesinados, como el campesino Gilberto Daza, que presenció cómo las FARC mataron a su familia en Puerto Rico, Meta.
El anhelo de paz se expresó de muchas formas y bajo signos o matices distintos. Desde la más vitalmente civilista de los campesinos y del Congreso de los Pueblos — exigiendo un inmediato cese del fuego bilateral — pasando por la reformista de los estudiantes que la asociaron con cambios sociales y económicos, hasta la perentoria de los indígenas que emplazan al gobierno y a las FARC a no levantarse de la mesa hasta llegar a un acuerdo.

Más fácil civilizar un militar, que desmilitarizar un civil

Pero hay que reconocer que en el ámbito político y en sectores sociales relevantes todavía predomina la concepción belicista de los conflictos, bajo la égida de Álvaro Uribe, quien hoy pretende trastocar las coordenadas de la paz en coordenadas de guerra para frenar las conversaciones en La Habana.

Seguramente por todo lo anterior, el presidente Santos y sus colaboradores más cercanos portaron camisetas con la consigna: “Mi aporte es creer, yo creo en la paz”, además de culminar su recorrido con una imponente parada militar en el Monumento a los Héroes Caídos en Acción frente a 15.000 uniformados, ante quienes declaró: “La paz es la victoria de cualquier soldado, la paz es la victoria de cualquier policía. Si nos reconciliamos, tendremos una mejor patria”.

Y como si con ello no bastara para contrarrestar las arengas virtuales de Uribe mediante un “trino”” que lindó con la traición a la patria y mancilló el honor de las fuerzas armadas, el mismo general Alejandro Navas, comandante de las Fuerzas Militares, declaró: “Nunca hubo un ruido de sables por el caso de la filtración de las coordenadas. Las Fuerzas Militares han estado siempre con su primer comandante”.

Todo lo anterior devela la existencia de un debate dentro de las Fuerzas Militares entre las tendencias belicistas y las políticas, que se ha expresado ya en opiniones como la del general Sergio Mantilla, Comandante del Ejército, partidario de que los militares tengan en adelante el derecho de votar.

Pero quizá donde mejor se expresa la tensión, es en el emplazamiento al oficial que reveló a Álvaro Uribe las coordenadas de donde partirían los delegados de las FARC hacia La Habana: el oficial fue exhortado a dar “un paso al costado”, pues “están cerca de la persona que entregó la información reservada al exmandatario”.

Esa presión forzó a Uribe a asumir la responsabilidad por la divulgación ilegal y por potencialmente explosiva de aquella información, confirmando de pasada el aserto de don Miguel de Unamuno: “Es más fácil civilizar un militar, que desmilitarizar un civil”.

En fin, lo que más temen Uribe y sus simpatizantes es que algún día las FARC se desmilitaricen y se civilicen plenamente para ejercer la política, como parece estar sucediendo en La Habana con la incorporación de “Pablo Catatumbo” y su equipo de asesores.

Desmilitarizar y socializar la política

En efecto, la llegada de “Catatumbo” a La Habana — acompañado de Victoria Sandino, Laura Villa, Sergio Ibáñez, Fredy González y Lucas Carvajal, todos con responsabilidades de orden político más que militar en las FARC — es una apuesta por acelerar su desmilitarización y avanzar hacia la socialización de la política, como lo demanda el segundo punto del Acuerdo General, que trata precisamente de la participación política y de las garantías que deben brindarse a la guerrilla para su eventual presencia en la arena política.

Según informa El Espectador, las personas anteriores “les dan tranquilidad a Catatumbo y otros dos jefes de la llamada ala militar de las FARC: Fabián Ramírez y Joaquín Gómez” quien, para despejar dudas sobre supuestas divisiones, “manifestó que en las FARC no hay alas políticas ni militares y el Bloque Sur está de acuerdo con sus representantes en las actuales conversaciones de paz. Acatará y cumplirá al pie de la letra con los acuerdos a que se llegare”.

Parece claro que, además de los múltiples significados y controversias creadas por la marcha del pasado 9 de abril, vamos a necesitar mucho más que actos de fe para hcaer realidad las consignas emotivas “por la paz, la democracia y la defensa de lo público”.

Sobre todo será necesaria una gran coherencia entre las palabras y los actos de quienes hoy se sientan en La Habana, porque la fe del ciudadano corriente es todavía débil, mientras que la convicción de los belicistas es tan poderosa como su interés en que no cambie nada.

Ellos aspiran a prolongar por otro medio siglo el divorcio de la política con la vida social, para que sigan la violencia, las venganzas y los odios, bajo coartadas como la lucha contra la impunidad y la derrota del terrorismo.

Los ciudadanos pensantes y deliberantes han de esforzarse en cambio por hacer realidad el lema de la Asamblea de la Sociedad Civil por la Paz de 1999: “Es de todas y de todos. Todo el tiempo. Es la Paz”.





* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor Asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca. Publica en el blog: calicantopinion.blogspot.com.